Cada individuo es un océano de automatismos. Al tercio de los automatismos nos alistamos y reenganchamos una y otra vez durante toda la vida. La explicación científica de este asunto es excesivamente compleja para un artículo del calado del que me ocupa, así que, de manera minimizada para la ocasión, permítaseme definir automatismo como una disociación entre la conducta y la consciencia, que se refina con la práctica. La repetición hace que en nuestro cerebro se produzcan modificaciones neuronales y adaptaciones que, sumadas a nuestra habilidades innatas, incrementan nuestra pericia hasta el punto de no tener que ocupar la consciencia para la realización de algunas tareas.

Cada día de nuestra existencia es un hervidero de automatismos. Así, hay automatismo cuando nos salpican agua en la cara y no necesitamos procesar el hecho, ni tomar consciencia de él para cerrar los ojos; como lo hay cuando conducimos por trayectos que nos son familiares, que vamos frenando y embragado «en modo automático» mientras nuestro cerebro se ocupa de otros asuntos.

De igual manera, cuando nos cepillamos los dientes sin reparar en cada maniobra, también hay automatismo. ¿Cuántos, en estos días, mientras en automático estamos dale que te pego al cepillo de dientes, no estaremos pensando a la vez "hay que ver pollitos, la que habéis liado...", aludiendo pesarosamente a los dos más preclaros ejemplos del arte de la diplomacia y de la negociación política que nunca vio la historia. Me refiero a don Carles, el gran maestre incitador de la sinrazón hiperactiva que niega el sentido común, y a don Mariano, el gran adalid de la razón apática y procrastinadora que pretende sempiternamente demostrar «lo que el tiempo resuelve». Magistral, cómo ambos se han reafirmado en que cada cual es responsable de lo que dice, pero no de lo que la otra parte entiende, que eso ni es importante en la comunicación, ni a ninguno de ellos les interesa. Lo acaecido ya figura en el Certificado de Penales de las marcas España y Cataluña y pronto será caso de estudio en las más insignes escuelas diplomáticas del mundo mundial. Todo un privilegio... ¿O no?

Los automatismos responden a una base genética que nos condiciona y a los sucesivos entornos que nos determinan, y contribuyen a dibujar nuestra manera de ser y de parecer ante el mundo y a conformar nuestro carácter en el sentido extenso del concepto. Otro ejemplo: cuando de dos personas, ante el mismo estímulo, una reacciona asumiéndolo como parte inseparable de su aprendizaje y la otra lo identifica cómo un despiadado ataque personal sin motivo que merece una respuesta contundente, es evidente que en la primera persona se está produciendo una reflexión y una toma de consciencia, y en la segunda se está verificando un automatismo de defensa, indeseable en este caso. La consciencia y el automatismo son como los polos magnéticos. Se repelen.

Y usted, amable lector, se preguntará, ¿de qué va esto hoy...? Pues, ya lo verá, va de turismo en carne viva...

En los individuos conterráneos y coetáneos entregados al mismo oficio, léase, al turismo en este caso, los automatismos son frecuentemente similares, cuando no idénticos entre sí. Y esta circunstancia facilita que los automatismos de la masa lleguen a percibirse como automatismos propios del destino turístico en su conjunto, y que terminen perpetuándose en el núcleo esencial de la mismidad turística del destino en cuestión. O sea, un destino que sesenta años después sigue divagando sobre la depuración de sus aguas marinas, por los automatismos adquiridos, se convierte en un destino rendido a unas circunstancias en el que las natas pestilentes pasan a formar parte de la pseudoidentidad del destino, como un defectillo asumido sobre el que de nada sirve desasosegarse. ¿O miento?

Valga otro botoncito de muestra entre los muchos posibles: un destino turístico que persiste en ser belicoso con la estacionalidad, sin tomar consciencia de que la estacionalidad es un angelito inocente obra de los propios agentes del destino, es un destino que está instalado en unos automatismos que le impiden tomar consciencia de que, sea grande o pequeña, la estacionalidad no merece guillotina que la descabece, sino toma de consciencia que la gestione, pase por donde pase la gestión.

Mientras el sector turístico siga instalado en sus inveterados automatismos, la toma de consciencia y la reflexión madura, nunca comparecerán...

Jo, tú, se me han humedecido los ojos.