Resulta, qué pena corazón, que se ha enquistado. Hasta el punto de que, como mínimo, planeará sobre el puente de diciembre y sus vuelos chárter y devorará buena parte de las fiestas terminales, que son siempre, por perseverancia y capacidad de destrucción, las que arrancan con la Navidad y no se retiran hasta el KO de alguna relación o el colapso puntiagudo del sistema nervioso. España va camino de unas navidades raras, con escaso protagonismo de cuñados y suegras e inesperada kale borroka entre langostinos con el discurso del rey y las llamadas a familiares emboscados a más de doscientos kilómetros. Hay gente insufrible que cuando se emborracha y come sólo sabe cantar himnos y soflamas de encendida testosterona. Y a esa gente hay que temerla. Especialmente, en la política y en los estadios; en la política que se hace en los estadios, que es la que últimamente se ha apoderado del orfeón nacional. Con su eco mohoso a chistes de putas y niños alucinados como cascos azules esperando pacientemente en los bares el desvanecimiento de sus padres. No es casualidad que Puigdemont reaccionara al 155 hablando en la tele y al mismo tiempo tomándose un vino en un bar de Girona, asediando por partida doble a los comensales, que en esta guerra son clarisimamente todas las huestes. Rajoy anduvo intuitivo con lo del plasma, pero tuvo que venir Cataluña con su I+D+i del diablo para enseñarle cómo hacer las cosas con acendrado sentido de Estado y de la democracia del pueblo: estando y a la vez no dejando de no estar, aquí en la vida como el Parlament y como en Bruselas. No hay nada más que observar adónde fue a parar la tercera vía, ahora reducida a la camiseta de Adidas y los bailes de Iceta, para comprobar que ésta no es una guerra precisamente ideológica, en la medida que no está hecha de idas y mucho menos de confrontación de modelos vitales y políticos contrapuestos. Es un asunto de barras bravas, lo que explica su arraigo natural en la sección de deportes. Un país que otorga dimensión analítica a Ramos o a Guardiola no debería salir vivo de ningún debate. O al menos no de ninguno que no tenga como horizonte a Rajoy leyendo el Marca o a Puigdemont tirando de patria con los goles del Girona. Volvemos a la superestructura, a lo que decía Weber sobre el amor y el sexo; da la sensación de que aquí hay mucho Real Madrid, mucho Disney, que ningún argumento se salva de la poca honra de haber sido construido a marchas forzadas con el objetivo de dar de comer al sentimiento y maquillar la jodienda. En eso, sin duda, también está el delirio y el ridículo ante Europa. En la falta de seriedad, en el simplismo sociogeográfico, en la bufanda, los callos, la inteligencia tipo pichichi, enjaezada con mondandientes.