A los actos culturales asisten personas que podemos encuadrar en dos categorías: quienes acuden solas y las que lo hacen en grupos, más o menos estables. Las solitarias son imprevisibles y con un perfil entre huidizo y ermitaño: van porque les apasiona el tema o sienten curiosidad por él; más que sumergirse en un acto social, lo viven como una oportunidad para ver o conocer de cerca a alguien o algo que les interesa. En este tipo de público en ocasiones se camufla un francotirador de intervenciones eternas o preguntas incómodas, que ambiciona el triunfo de escuchar el crujido de las sillas al volverse la concurrencia para fijarse en él, pero por lo general a las personas solitarias se les reconoce porque suelen sentarse en las últimas filas e interpretan un papel discreto y atento. Cuando concluye el acto, abandonan la sala sumidas en sus pensamientos.

En cambio, los grupos son -y les encanta- ser reconocibles y sobre todo, constantes. Son del agrado de las instituciones y centros culturales, ya que aseguran una audiencia y dada su frecuencia de participación en actos, tienen asumidos sus roles en el mundillo cultural: son un público fiel y agradecido, que llena el aforo en una suerte de algarabía festiva y hormigueante. Se organizan bien y tienen perfiles asignados dentro del grupo: hay quien está pendiente de las agendas culturales y avisa al resto del grupo y de paso lo difunde por las redes sociales, otros miembros se preparan a conciencia al acto y sorprenden con preguntas hilvanadas a los intervinientes -eso sí, casi siempre amables y cómplices, una invitación a lucirse- y también está quien se encarga de localizar un bar cerca para comentar las jugadas después. Un mecanismo casi perfecto, donde se aúna el gusto por la cultura con el placer de compartirla.

Escribí casi perfecto porque a veces pasan cosas. Allá por el dos mil y pico, hubo en Málaga una sucesión de hechos que trajo de cabeza durante meses a los organizadores de eventos culturales en nuestra ciudad. He de aclarar que este quebradero surgió de la abundancia de aquellos años, donde el dinero manaba generoso de las arcas públicas y privadas y no había prácticamente acto que no tuviera unos vinitos, canapés o almendras en la clausura del mismo. Los había más pantagruélicos que otros, si bien la norma era de mesura y buen hacer, sin excesos. Este subrayado gastronómico era bien recibido por el público, que se servía de él con modales y sin alardes. Hasta que aparecieron ellas en escena.

Yo las pude ver, al menos, operar dos veces. Eran un espectáculo: seis o siete mujeres entre sesenta y setenta años, arregladas y bien vestidas. Solían llegar las primeras y tomaban posiciones ventajosas en referencia al lugar donde se situaba el cáterin. Atendían al evento con impaciencia disimulada y cuando la conferencia o inauguración llegaban a su finalización, se abalanzaban con prontitud, en una estudiada formación diríase de falange macedónica o destacamento napoleónico, hacia la mesa. Mientras el flanco atacante arrasaba en tres o cinco minutos con casi todo, una línea defensiva impedía acercarse al avituallamiento. Lo que no podían consumir allí mismo, lo introducían con alegre naturalidad en sus bolsos, en los que disponían de recipientes donde los guardaban con cuidado. Esto lo hacían con la comida; el vino, con la argucia de que ellas pasaban las copas a los asistentes, lo trasegaban con una pasmosa combinación de rapidez y mojigatería. Su modus operandi se basaba en la amabilidad -que desarmaba cualquier protesta- y en su celeridad enérgica y dulzona, que convertía sus acciones en perfomances simpáticas. Por si fuera poco, eran eficientes y pronto coparon todos los eventos donde se ofrecía algo.

Lo que en un principio hizo gracia, se convirtió en un problema. Tuvieron la habilidad de poner de acuerdo por una vez a Junta, Ayuntamiento y gestores privados, que mantuvieron una reunión informal: el tema era buscar una solución ingeniosa acorde al desafío amable que se planteaba. Y así fue cómo se le ocurrió a una artista una propuesta tan ocurrente como efectiva: hacer un cáterin de papel, donde las viandas estaban dibujadas y el vino se disfrazó de música, tocada con botellas vacías a modo de xilófono. Ellas llegaron, vieron y entendieron, no hizo falta nada más. Jamás repitieron.

Porque así es el arte y la gente que lo tiene y por eso desde aquí, brindo por ellas.