En otoño del 2014, hace sólo tres años, parecía evidente que el sistema había tocado fondo. El rey Juan Carlos había tenido que abdicar al comienzo del verano, en medio de unos escándalos que le habían hecho perder todo el prestigio que había acumulado en sus muchos años de reinado. El sistema financiero estaba viviendo los escándalos de las ´tarjetas Black´, y peor aún, la polémica del rescate que había costado 44.000 millones de euros pagados con fondos públicos, un rescate del que nadie se responsabilizó y que se saldó con muy pocas condenas judiciales. A todo esto, la crisis económica llevaba ya siete años destruyendo empleos, cerrando empresas y desahuciando a propietarios de pisos que habían tenido que despedirse de las únicas propiedades que tenían. En estas condiciones, la rabia por el trato de favor que habían recibido las entidades financieras alcanzó niveles de odio furibundo. En los autobuses, en los supermercados, en los cafés donde la gente desayunaba, las frases de indignación se repetían continuamente: «Los que nos han metido en esto se van a ir de rositas y aquí tendremos que pagar los pringaos de siempre». De una forma u otra, todo el mundo tenía familiares en paro, un alquiler que nadie sabía cómo pagar y unas perspectivas muy negras para el futuro.

Y por si fuera poco, los partidos políticos vivían momentos de impopularidad jamás vistos. Acosados por la corrupción -sobre todo el PP y Convergència-, se les acusaba de vivir al margen de las preocupaciones de la ciudadanía y de ser un estorbo que costaba mucho dinero y que no servía de nada. Los insultos que se les dedicaba en la calle - «ladrones, inútiles, chorizos»- eran moneda corriente entre todas las clases sociales. Incluso entre la alta burguesía había críticas muy amargas contra la clase política que tanto la había defendido y protegido. «Jetas, vagos, corruptos, ladrones, bazofia...» Todas estas cosas se decían. Y la gente que las decía parecía a punto de reventar de cólera y de hartazgo. Y con mucha razón, claro está.

Aquel año parecía evidente que muy pronto habría un gobierno de izquierdas en España. Pero no un gobierno tibiamente socialdemócrata que siguiera con la misma política de siempre, sino un gobierno que tuviera una actitud radical contra los bancos y las grandes empresas, un gobierno que se sirviera de toda la retórica antisistema y que por fin lo pusiera todo patas arriba. Podemos -un partido que apenas tenía dos meses de vida- sacó cinco escaños en las elecciones europeas, en tanto que Ciudadanos tenía que conformarse con dos. Abundaban las manifestaciones multitudinarias, las marchas por la dignidad, los enfrentamientos con la policía. Todo parecía a punto de explotar. Algunos imaginaban un estallido social como el que vivió Argentina en diciembre del 2001, cuando el presidente De la Rúa tuvo que huir de la Casa Rosada en helicóptero mientras los coléricos manifestantes tomaban Buenos Aires. En cuestión de días, pensaba mucha gente, todo eso ocurrirá también aquí.

Pero no ocurrió. De algún modo el sistema logró capear el temporal. La economía empezó a remontar poco a poco. Fueron bajando los pavorosos niveles de desempleo. Tímidamente se empezaron a abrir locales comerciales que llevaban años ominosamente cerrados. Al año siguiente, en el 2015, la izquierda se hizo con casi todas las alcaldías importantes -de Madrid a Barcelona, Valencia, Zaragoza, Palma, Sevilla, Valladolid- en lo que parecía el inicio del asalto final al Gobierno central. Pero ese asalto al final tampoco ocurrió. En las dos elecciones generales consecutivas -en 2015 y en 2016- la izquierda no logró imponer una mayoría clara, y luego las disputas y la falta de un programa común truncaron las posibilidades de un gobierno que desalojara al PP de Rajoy, que tuvo que gobernar en una precaria minoría. El sistema se salvó por los pelos, pero se salvó.

¿Y ahora? Pues ahora las previsiones son mucho peores que hace tres años para la izquierda. El PSOE parece subir bastante, pero Podemos se viene abajo y es muy difícil que consigan votos suficientes para contrarrestar un gobierno del PP o un gobierno de Ciudadanos. Sea como sea, las posibilidades de que la izquierda gobierne se alejan cada día. Y la pregunta que uno se hace es: ¿cómo es posible que haya ocurrido esto? ¿Qué ha pasado para que la izquierda no haya aprovechado una oportunidad que difícilmente va a tener de nuevo en los próximos años? Y no hay que olvidar que enfrente tenía una derecha despistada, torpe, bobalicona, anticuada y antipática. Pero entonces, ¿cómo es posible que no la pudiera desalojar del poder? Sería bueno saberlo, pero la falta de realismo ha sido una de las razones principales. La izquierda simplemente ha dejado de vivir en este mundo. Mal asunto.