Cuando lea esto estará casi a punto de celebrarse la gala de los Oscar. Si está leyendo esto es probable que sueñe con ser el mejor actor, la mejor actriz o el mejor secundario. Claro, si le hubieran nominado para un Oscar estaría usted seguramente en el patio de butacas a la espera de que se abra el sobre con su nombre o firmando autógrafos, y no leyendo esta columna.

La ceremonia de los Oscar no es sólo la que se celebra cada año en Los Ángeles. También hay una en cada casa. En cada casa cinéfila. En la mía es tradición quedarnos dormidos. Antes de que empiece la ceremonia. Otros se quedan fritos durante ella. Mi tradición también manda enterarme en la mañana del lunes viendo periódicos y curioseando en las redes, quienes se llevaron los premios. Luego ya los telediarios machacan con el asunto todo el día. Por la noche estás de Oscar hasta la sopa. Una sopa protéica de lunes con fideos y jamón de York.

Las horas previas a la entrega de galardones son de gran nerviosismo. Quiero decir, para mí. He de asegurarme de tener jamón, vino, queso, aceitunas y unas patatas fritas de bolsa de una calidad (y precio) algo mejor y mayor que las de cualquier sábado noche para ver el debate de La Sexta o una película. Unas patatas fritas como de final de Champion. No de final de Copa del Rey, que pueden estar algo manías. Tampoco patatas de un Alavés-Leganés, que es ocasión entretenida pero tampoco como para tirar la casa por la ventana, con perdón del tópico. Una vez tiré la casa por la ventana y me quedé con la ventana. Tuve que mudarme, claro. Me llevé la ventana. A través de ella veo ahora la vida. O sea, veo que no tengo que decir frases hechas ni tirar nada por la ventana. También me preocupa el vestuario. Para ver los Oscar, digo. Una cosa es estar en pijama y otra estar impresentable, con toda esa gente detrás (o es delante) en la pantalla, tan elegante y maqueada. Y eso que ya saben lo que opina Harvey Keitel, «un actor siempre está desnudo en la pantalla, aunque esté vestido».

Para mí el cine son cuatrocientas butacas que llenar, decía Hitchcock . Para mí es casi siempre gozo. No al estilo de Azorín, que opinaba que el cine siempre ha de dar sosiego, no al estilo, tampoco, de Hitchcock, que creía casi solamente en el suspense. A mí el único suspense de esta noche será si la tele funcionará o no luego de meterle por la tarde un calentón-maratón de capítulos sobre un hombre que odia la tele pero se ve obligado a realizar informes sobre sus emisiones. Al final se cree presentador estrella, se vuelve loco de tantos meses sin hacer otra cosa que visionar programas y coge a un amigo llamado Sancho y se van por ahí a pelear contra las parabólicas, que confunde con gigantes. Si fuera película, yo creo que le podrían dar un Oscar. O un Goya. Cuya ceremonia también me produce nervios. Pero eso es otra película. Otro artículo, quiero decir.