Escribía mi admirado Antonio García Barbeito en los papeles de su Sevilla sobre los mostradores; recuerdos de bares y casinos en los que vaciar el alma y los vasos. Los mostradores, allá donde estén, son altares de culto. Uno no va a un bar como el que va a misa, pero uno va a un bar a rendir pleitesía a los suyos. Uno va a los bares a brindar por la amistad, por el amor, por la vida€ Culto. La sangre que se bebe no es sangre de inocente, es brebaje de alegría.

El culto a la media altura de esos mostradores que agradecen más la tiza que el papel térmico la tinta. En esos mostradores no hay inmolación; en esos terrenos sólo se niega tres veces -y las que hagan falta- al que se ha negado a aparecer; esas maderas no sirven para atravesar dos palos, sino para apoyar la vida de ebrios lenguaraces que se refugian en esos burladeros que no dan al callejón sino a la plaza.

Poco serrín se ve ya; quedan cada vez menos tótems a los que ir a orar en comitiva. Estamos perdiendo la esencia por buscar la perfección, siendo eso harina de otro costal, nos está quitando mucha verdad en la vida. Cada vez hay menos mostradores en los que tomar un café sin un arbolito hecho con la nata de la leche; cada vez es más difícil encontrar uno de esos mostradores de madera en los que se confunden el barniz, el vino pegajoso y los restos de bayeta. Líbranos del mal. Yo quiero esos bares de camareros antipáticos a su manera, con barrigón y uñas largas. En ocasiones nos permitimos lujos que se pagan a largo plazo. Perder esencia por ganar inglés; perder verdad por ganar macchiatos o cócteles pijos. Más serrín y tiza. Más mostradores. Más amistad. Más vida.