Los acordes marciales del cuplé legionario se entremezclaban con las notas coronadas de Artola. Las cabezas de varal del trono del Crucificado se aproximaron hasta casi tocar las de la Reina del Romero, mientras un runrún de bullas, aplausos y vítores se elevaba hacia la bóveda vegetal. Tras el toque de campana la recia voz del capataz ordenó un "arriba esos cuerpos; derechos, como velas", y entonces el eco del poema del plenilunio anunció un clarín. De repente, el agudo sonido del cornetín se trocó en un desagradable zumbido y comprendí -compungido- que el rumor que oía era el de un aguacero más fuerte del habitual chirimiri de las últimas semanas. Apenas había pegado ojo aquella noche en que el amargor de la ausencia se me metió por entre las entretelas del alma. Amanecía en Flandes. Era Viernes Santo y a las nueve tenía clase.