Si algo caracteriza a una Semana Santa como Dios manda es la bulla, concepto cofrade universal -no sólo de la capital que no debe ser nombrada-. Para los no iniciados habrá que aclarar que se trata de esa aglomeración de personas -humanas en su mayoría aunque no sea estrictamente necesario- que se congregan en torno a una procesión de antes, durante o después de la Semana Mayor.

Es también lo que se denomina en lenguaje periodístico y pregonil «la toda Málaga», concepto que engloba un abanico que va de dos individuos/as a trescientos setenta millones de personas. Todas ellas con domicilio físico o sentimental en la bendita capital de la Costa del Sol u/o provincia, Tierra de María Santísima y Jerusalén del Sur de Europa -ovación cerrada, vuelta al ruedo y público puesto en pie al grito de «¡pregonero, pregonero!»-.

Lo que aquí se relata pudo suceder o no, eso sí, está inspirado en hechos reales muy ilustres y venerables. Así que agárrense el cíngulo, oído campana, pasito corto y meciendo que nos vamos a lucir. -Tin, tin, tiiiiin... ¡Aarriiiba!

La bulla de vísperas. Quedan pocos días, la Semana Santa se nos viene encima sin remedio cual manzana de caramelo a una camisa de estreno. Los naranjos perfuman de arte y azahar las cálidas tardes de la primavera -¡toma que toma!- emergiendo de las cenizas -¡cómo atina er tío!- una pequeña bullita que se encaja en torno a todo transporte de Sagrado Titular que se precie. Qué lejos quedaron los tiempos de noble traslado en devota furgoneta, con nocturnidad, alevosía y un trapo echado por lo alto.

Al lío. El bullerío espera impaciente los primeros sones, las primeras mecidas, el olor a incienso, ver cómo las muchachas reivindican su derecho a sentir el peso del varal -que ya va siendo hora de que se generalice- y, como no, darle al palique critiquero, afilando lengua en busca de un rostrillo impreciso.

Suena la Marcha Real. Dos tropezones provocados por la elección de un tacón de quince centímetros para llevar el tronito están a punto de empotrar las cabezas de varal en un coche aparcado a escasos metros. Aquí emerge la figura de doña Concepción Díaz del Descansillo y García de Pertiguero, albacea general consorte y prima del teniente cuñado mayor, que martillo en mano aporrea la campana con la delicadeza de una petalada de chirimoyas, mientras sostiene en el antebrazo un discretísimo bolso con estampado de cebra fúcsia.

Diligentemente, da las órdenes oportunas para realizar una curva como mandan los cánones: «Medio a la derecha... no, medio a la izquierda, no, a la derecha... bueno, palante». Junto a ella, su amante esposo le anima: «Muy bonito cari, lo estás llevando divino». La noche es suya, rapsodas de fino encaje recitarán por los siglos tan magistral maniobra.

Setenta indicaciones mas tarde, una voz dulce y aterciopelada, la voz del pueblo que sale de los varales, rompe el misticismo del instante: «Te quiere callá de una vé mamarracha, que se está mareando er Cristo».

La bulla de salida. La Pasión avanza. Son las cinco, hora taurina y de procesión. La marabunta capillita, más espesa que la de víspera, hace acto de presencia y se nota. Serpenteando por angostas calles por las que durante el año no pasa ni el Tato, llega a la primera salida y allí no cabe ni Dios -perdón-. Entre un mar de Patrico y Nelly -gomina y laca para los no versados en el noble arte de la escultura capilar-, se abre paso el alcalde de Villajarrete (Helsinki del Norte). Recientemente se han descubierto antiquísimos vínculos gracias a un documento aparecido bajo una fotocopiadora neobarroca del siglo XIX y la cofradía tiene a bien invitar a la corporación a dar los primeros toques de campana.

En el interior de la casa de hermandaz -que es como se dice en magaleño fino-, los hombres de trono esperan la señal. El invitado de honor, luciendo un esplendoroso chaqué, recibe atento las explicaciones por parte del mayordomo: «Primero dos toque seguidos y aluego otro toque más». Decidido, agarra el martillo, apunta cual campeón olímpico de dardo tabernero y le pega de lleno un viaje a la cabeza de varal que hace saltar medio kilo de lámina de oro y casi un ojo del portador mas cercano. El trono se levanta sólo de la parte delantera, la cola sigue en el suelo y el rechinar de las patas arrastrando por el suelo de mármol, hacen saltar las lágrimas del hermano mayor:

-¿Emocionao Pepe?

-Sí, mucho, sobretó por la pasta que nos va a costar la bromita.

La bulla de Carretería. Si existe una calle con regusto antiguo, tradición, una vía sacra donde el malagueño expía sus pecados ante la magna obra de la hipérbole barroca, esa es Carretería -hagan sitio en el Cervantes que me lo estoy ganando-.

En la memoria queda la estampa de un guardamuebles callejero que poblaba la vía en días sacros. Incluso hay quien dice que, desde el espacio, podían distinguirse dos monumentos en la tierra: la Gran Muralla China y la ristra de sofales en Carretería. Sin embargo no son pocos los miles de peligros que la bulla ha de sortear a su paso en este punto: terroríficos supermercados ambulantes con toda clase de golosinas a precio de beluga; la atroz doble fila de carritos a la espera de ingenuos tobillos que fracturar; la espeluznante señora que ya puede ser Viernes Santo, pregunta «¿Cuándo pasa el Cautivo?»; parcelas con su patio de butacas rastro-decó por mor del «yo llegué primero con todo mi árbol genealógico y como intentes pasar te busco una ruina ¿abe?».

Carretería es a la par amada y odiada, pero es un lugar propicio para ejercer el ancestral arte del andá pa’trás. El cangrejo habita delante del trono adoptando la conocida postura cofrade; es decir, mano derecha recogiendo la barbilla con el índice posado sobre los labios, mano izquierda sosteniendo el brazo derecho trazando un perfecto ángulo de noventa grados, mirada al frente cara a cara con el Señor o la Señora y el GPS trabajando a todo trapo para no perder puntá. Viste de bonito, con un gusto especial por el pantalón rojo sacramental, camisa de rayas, zapato burdeos con borla, cinturón de bandera nacional y chaquetita azul o jersey echado por los hombros con nudo al pecho; pelo tallado en gomina culminado en madeja de rizos sobre el cogote a su caé y patilla de hacha trabuquera -un cromo-.

Son comunes los roces y disputas entre cangrejos que, con sus atinados comentarios, dejan escapar su poquito de mala uva: «El rostrillo parece un repollo», «Los bordaos de la saya son de aplique», «Las flores son de muerto», «¡Esa marcha! que esto no es una verbena», «Llevan el paso cambiao no escuchan el tambó», «El manto está doblao y hace arruga», «Las velas no son de pura abeja virgen»...

Hasta que llega el clásico reventaó: «Shhhi cucha, que a la Virgen la visto yo». Y es entonces cuando se saca la frase de recurso que arregla cualquier entuerto: «No importa, porque Ella lo llena todo».

La bulla del encierro. La procesión enfila su destino y el bullerío coge puesto de privilegio. La banda -baratita que no está la cosa para dispendios- se afana en sus mejores piezas, una de esas composiciones con un solo larguísimo que deja el trono en foto fija para arrancar en una explosión de notas. Juanito, el Louis Armstrong de la música cofrade según su padre, -que Dios le guarde la vista porque el oído lo tiene perdío- acaricia su trompeta; espera el instante preciso y se lanza al vacío para romper el silencio: «Parapa pa paaaa». De repente, en el imaginario colectivo se dibuja la clásica cabra bailando sobre un taburete. El trono se impacienta «¿Cuando termina? La madre que lo parió qué malo es».

Juanito, con carita de globo, ataca el final de su intervención con una serie de filigranas. El trono retoma la marcha, el público aplaude, no se sabe si por la emoción o porque termina el bochorno. Y aparece Gertrudis, burgalesa de pro, que ha llegado esa misma tarde en una excursión para conocer la Semana Santa local. Ella quiere cantar una saeta y la canta. ¡Digo que si la canta¡

«Una oración sentía

A Jesús el Nazareno

Como tiembla mi alma

Al pasar los COSTALEROS…»

Y se quedó tan a gusto. Ahí queó.