Sería presuntuoso y casi descortés por mi parte erigirme en la solución para todo régimen descabalado que promociona el Ayuntamiento. Y más, como buena mujer de la calle que soy, sin exigir antes que me soplen un anticipo gozoso de mis emolumentos. Sin embargo, me tomo la libertad de asesorar al alcalde. Casi a vida a muerte. A tumba abierta. Señores munícipes, con respecto a la cera de los nazarenos se impone una decisión. Y, además, contundente, de esas que se toman de manera airada y comúnmente con los mondongos ardiendo. Ustedes verán: o suspenden la Semana Santa o acaban con el tráfico, porque de lo contrario van a lograr lo que ni siquiera han conseguido décadas de techno rumbita y piratería desenfrenada: acabar con la música. Y lo que es más terrible, con toda posibilidad para recuperar un sentido generalmente hecho en España para sufrir, pero también, cuando se sale del vecindario y de la trampilla del avión de Ryanair, para alcanzar placeres que un tipo con barba entrecana y quevedos al límite no dudaría en calificar como sublimes. Lo que practica el Ayuntamiento con la cera, con la permisividad y la indolencia frente a la llanta, es una especie de castración química. Uno pasea por la ciudad a la hora en la que según el catecismo neosecular empieza la vida y cinco minutos después descubre horrorizado que jamás volverá a sentir como antes a Sibelius o el alboroto de las hojas frente a la brisa. Únicamente ese chillido de mono. De gaviota. De arpía. No recuerdo haber sufrido tanto ni tan fuerte nunca por mis oídos. Ni siquiera en aquel verano en el que acumulé tantas cucarachas en la cocina que me vi en la obligación moral de numerarlas antes de pasarlas a cuchillo. Hasta ahora pensaba que el infierno sonoro en esta ciudad estaba en el perreo o en la graciosa coincidencia en un ascensor con cinco adolescentes chonis de las que hacen de los gallos su motivo patrio y distintivo (Un amigo ha descubierto hasta cinco tonalidades distintas en una frase de menos de tres palabras, dos de ellas, dicho sea de paso, gordas e imprecisas. De la cera no dice nada, el muy cerdo, porque es funcionario y huye).

Lo peor, sin embargo, y como en todo tipo de horrores, está en el paroxismo. Llega un momento en el que el paso de las ruedas sobre los sedimentos cofrades pierde sus propiedades animales y ya no se escuchan ni a las focas ni a las orcas laminadas desde el prepucio, sino un sonido plenamente identificable y blanco, de esos que invitan a aplicar la lógica humorística de mi pueblo, Úbeda, donde a veces no gustan las metáforas y al que lleva bigote se le llama El Bigotes y al calvo El Calvo. Entonces que lo que se oye es un derrape sempiterno, y el efecto es todavía peor, porque los sentidos se ponen alerta para esperar un golpe que nunca viene, como un trueno sin rayo o un coitus interruptus. Vulgar y tauromáquicamente una faena de proporciones temibles. Por mucho que uno ahueque el ala y se apriete el alma al iPad para escuchar la guitarra de Bill Callahan o la voz de Jeff Buckley entre tanta abominación de cochinillo. ¿Qué será lo próximo, cofrades? ¿Cortarnos las manos? Ah, no, que eso, dijo el verdugo, era más bien el domingo.