A veces me pregunto si las cofradías tienen claro qué son y cuáles son sus funciones. Cada vez me lo pregunto con más frecuencia y es lo que me preocupa. No me queda nada claro, la verdad. Las recientes polémicas suscitadas esta misma Cuaresma me confirman que algo falla en el cerebro de algunos cofrades, que presumen de serlo pero que luego no ejercen. Eso, de toda la vida de Dios, y puede que incluso de antes, se ha llamado incoherencia. Participamos, de forma voluntaria, en unas organizaciones públicas de fieles que son parte destacada de la Iglesia Católica, pero parece que sólo para lo que nos interesa. El incienso nos provoca ceguera. El redoble, sordera. Nos apartamos del Evangelio y de su mensaje.

Es lícito, y es bueno, que cada individuo tenga unas convicciones, una ideología, y que las defienda. Es la base de cualquier democracia, como la que España disfruta, gracias a Dios. Es loable que cada persona tenga iniciativa y trate de cambiar el mundo. Pero el cofrade que lo es, el de verdad, siendo partícipe igualmente del mundo en el que vive, con sus ideales y principios, tiene que asumir y no puede renunciar a la doctrina y a la moral de la Iglesia, la Santa, Católica y Apostólica, como se reza en el Credo de cualquier quinario y función principal a la que asistimos, en el sacrificio renovado de cada Eucaristía. Y, por tanto, es exigible que actué y se manifieste de forma consecuente. Si no lo hace, surge el conflicto. Como ha pasado, por desgracia, con mayor o menor fortuna y acierto en la toma de decisiones y en el proceder.

El cofrade tiene que responsabilizarse de ello, tiene que aceptar las reglas del juego que, gusten más o menos, son las que son. Ni puede caer en la trampa de quienes utilizan al Papa Francisco en beneficio propio y no en beneficio de la Iglesia a la que pertenecen las hermandades. Y en contra del obispo. Ni mucho menos pueden pretender desvincularlas, pues ya hay otros que se desvinculan con sus actos. No se trata de ser sumisos. No somos borregos, sino que aceptamos con docilidad la voz del mismo Cristo al que decimos seguir y que está escrita en el Evangelio.

Y bien es cierto que la Iglesia es santa, pero también pecadora puesto que está compuesta de personas y gobernada por una jerarquía que a menudo ofrece pocos argumentos para seguir confiando en su magisterio. Pero es la autoridad y tiene que ejercerla porque es su obligación.

Quien no lo acate, quien se rebele, más le valdría fundar una nueva Iglesia: la Iglesia Cofrade de los 7 Días, para seguir sacando santos a la calle sin estar sujeto a ninguna disciplina eclesial. Libres e independientes. Al antojo. Ahí está la Semana Santa del Palmar de Troya, sin ir más lejos. Esa Iglesia Cofrade de los 7 Días estaría sustentada en el culto vacío a unos nuevos titulares inventados, una religión basada únicamente en la estética y en aquello que convenga. La fe en la magnificencia, en la perfección artística. La religiosidad a la carta con muchas velas y flores. Bastaría con el permiso de la policía para plantarse en la calle. No lo duden, tendría muchos adeptos. Pero mientras tanto, lo que es, es.