Mediana edad. Venía con el mono del trabajo. Pelo canoso y manos fuertes. Subió con cierto ahogo las escaleras. Había ganado peso en los últimos meses. Llegó casi puntual. Tuvo que esperar muy poco. Entró y tímidamente saludo a dos jóvenes mujeres que tecleaban con ritmo alegre el teclado de un ordenador. Hola buenas tardes. Hola. Caballero se ha equivocado, para el tallaje del trono es en la segunda planta. No, no, vengo por lo de nazareno. Ah, discúlpeme usted a mí. ¿Es para su hija? No, es para mí. Le dieron la bolsa con la túnica y lo despidieron amablemente y disculpándose por el equívoco. No estaban acostumbradas a ver a un hombre pedir una vela, le comentaron. Risas y bromas en casa.

Sus dos hijas de 14 y 16 años, las culpables de este embrollo, se metían con él. Recuerda papá, no se puede dar cera. Él las contemplaba serio aunque por dentro su corazón se estremecía de felicidad. Un día de unos meses atrás dijo en la sobremesa que su espalda ya no soportaba el peso del trono. No iba a salir más. Paloma y Victoria empezaron a recriminarle que salir de nazareno era más cansado que salir de portador. Y entre piques creció la promesa sagrada familiar de salir todos en estación de penitencia. Su mujer de servicio externo. Paloma con una maza. Victoria de mayordomo de tramo y él con una vela. Algunas caminatas para intentar estar algo en forma. Su bulto en el hombro izquierdo le recordaba que era pan comido ser nazareno. Cómo se iba a comparar con llevar La Señora.

Para hacerse el capirote lio una buena. Peleas con las niñas sobre el material. Su orgullo herido. Todo sanado con un tapeo en un bar cofrade con sus tres amores. Y llegó el día. Salieron de casa con las túnicas en las bolsas y el capirote en la mano. Los tres iban rápido. Cada uno llevado por sus nervios. Se besaron y se separaron. Ocuparon sus sitios. Se sentó en unos bancos y lo primero que vio fue solo adolescentes, principalmente niñas. Hablaban ilusionadas entre sí. A lo lejos vio a compañeros del varal que con libertad se movían por la casa hermandad, mientras ellos esperaban a que una mano pegase en el portón.

Todo se aceleró. Los nervios se apoderaron de todos. No se creía, mientras que la oscuridad del capirote crecía en su rostro, que iba a sentir esas mariposas en el estómago. Sonaba Cristo del Amor y dio sus primeros pasos como hermano de luz. La primera media hora fue incomoda. El capirote le estrechaba la sien. Pensaba en la corona de Cristo que era espino y lo que tenía que doler. A partir de la hora, se acostumbró al capirote. Le encantaba el anonimato. Mirar a los ojos de la gente. Ver a conocidos sin ser reconocido.

En la siguientes horas un profundo silencio y calma se apoderaron de su ser. Pensamientos a granel le venían a la mente. Las emociones a flor de piel. Rezó. Pidió perdón, mucho. Y pensó, y pensó y agradeció lo que tenía. Le encantaba dar la mano a los niños de pocos años que guasones esperaban el cortejo. Cera no daba porque le habían dicho que no había quedar y no quería líos. Llegó a agobiarse con un grupo de niños que le pedían estampitas como posesos. Faltando poco se resintió la muñeca. La tenía abierta y un dolor le recorría de la mano al codo. Se había quemado por la cera la piel entre el pulgar y el índice.

Llegó cansado, mucho y se sentó. Se descapirotó y sonrió. Llegaron sus hijas y se abrazaron. Rieron mucho. Silencio. El trono entraba. Marcha real. Un padre y dos hijas sollozaban juntos. Miraban la cara que no pudieron ver en tantas horas. Comprendieron que no hay mayor penitencia. Se reencontraron con la madre y se fueron a tomar algo en familia. Alegres, no paraban de contar anécdotas. Y usted se preguntará que dónde está la leyenda. Desgraciadamente la leyenda es ver a un hombre de trono coger una vela. ¿Quién sabe si mañana?