El azafrán es la más cara de las especias y también un lujo a la medida que no se percibe con suficiente claridad por su levedad. Las falsificaciones han contribuido también a que casi nadie sepa valorar como es debido su sabor y el aroma especial que desprende. Sustituir azafrán por cualquier otro colorante, incluida la cúrcuma, da idea de lo desconsiderado que se puede llegar a ser con un producto tan delicado y genuinamente culinario.

El azafrán no es un colorante de la comida, pensar en ello supone rebajar sus grandes virtudes gastronómicas. El origen de estas preciosas hebras está en una planta medicinal antigua y siempre han tenido un poder mágico y adictivo. Alejandro Magno las utilizó para restañar las heridas tras las batallas. Cleopatra se bañaba con una infusión de azafrán como producto cosmético para el cuidado de su belleza. Una vez hace años le escuché decir a un iraní de cuerpo consular en Londres, conocido de un amigo, que en su forma pura, funciona como antioxidante, antidepresivo y que es un arma contra el Alzheimer, el cáncer y la degeneración de los ojos.

Irán, tras el levantamiento de sanciones después del acuerdo nuclear, sigue acaparando al parecer más del 80 por ciento de las 250 toneladas que dicen se producen cada año en todo el mundo; allí es omnipresente en guisos, pinchos, platos de arroz y dulces. En cualquier supermercado de Teherán se encuentra al menos media docena de golosinas elaboradas con infusiones de azafrán, algodón de azúcar, terrones para endulzar el té y sohan, uno de los caramelos tradicionales persas. A menudo se dice que el azafrán vale su peso en oro, porque es muy difícil de cultivar, y cosecharlo requiere mucha mano de obra. Para obtener un kilo son necesarios los filamentos secos de 200.000 flores de una variedad de croco (sativus) de color malva que espigan durante varias semanas en los otoños. Son los filamentos que posteriormente bendicen la paella, la bullabesa, el risotto milanés y tantos otros platos occidentales. En Oriente es difícil no encontrar azafrán en la comida.

Hace tiempo que leo cosas alarmantes sobre el tráfico de este polvo precioso que en los mercados adquiere un valor superior al de la cocaína. Y como en el caso de las drogas, proliferan los sucedáneos baratos, el producto diluido y rebajado y los etiquetados falsos. El “oro de la cocina” plantea a diario la batalla de la incertidumbre por la especulación y la agitación del mercado. No hace mucho varios científicos y expertos en el cultivo del azafrán se unieron para formar un movimiento llamado Saffronomics. Su misión consiste en mejorar la producción y comercialización del producto, determinar su pureza y el lugar de origen del cultivo, y a la vez imponer cierto orden en un mercado no regulado.

En una cumbre mundial mantenida en 2015 en Almagro (Ciudad Real) -La Mancha es una de las zonas de mayor producción y cuenta con denominación de origen protegida- se puso de manifiesto la inmensidad del fraude. Prueba de ello es que la producción en España sólo alcanza los 1.200 kilos y las cifras de exportación nacionales llegan a los 190.000 de un azafrán que sólo ha sido envasado aquí pero procede de Grecia, Turquía e Irán, entre otros países. No hay demasiadas preguntas que hacerse sobre la adulteración salvo lamentar que las falsificaciones prosperan debido a que hay demasiados consumidores que desconocen el sabor y el aroma característicos y especiales del verdadero azafrán.

El azafrán de España y en concreto el de Castilla-La Mancha tiene fama de ser uno de los de mayor calidad por su modo de recolección y, sobre todo, el tostado. Los estigmas de la flor se tuestan solos y no mezclados con otras partes, a diferencia de otros países. Esta peculiaridad lo hace distinguirse de los demás y ser muy apreciado. Los iraníes, sin embargo, están convencidos de que su terroir es incomparable por el suelo, la topografía, el clima y el agua. Los campos de azafrán en el noreste del país son una postal fija cuando se trata de singularizar la calidad de las hebras mágicas. En Irán hay, además, una tradición de cuidar los tallos amarillos que añaden perfume a los platos cocinados, mientras que los pistilos rojos le dan sabor. El embalaje en hebras largas combinando los colores rojo y amarillo es una forma tradicional de demostrar que el azafrán no ha sido manipulado. En la molienda con el polvo es más complicado detectar la adulteración. De modo que existen varias formas de verlo.

Si les interesa el azafrán y van a París no olviden pasar por la boutique de Jean Thiercelin, en los confines del barrio del Marais. Su familia se ha dedicado a la producción y venta de azafrán desde 1809. Y no dejen, claro, de comprar uno de sus frasquitos. En 2008, tres hombres con fusiles automáticos irrumpieron en la plantación de la familia en Combsla- Ville con la esperanza de apropiarse de un alijo. La esposa de Monsieur Thiercelin fue herida, pero cuando los ladrones se fueron el azafrán seguía a buen recaudo en la caja fuerte. El negocio que mueve el azafrán entraña sus riesgos.

En la cocina es un producto inimitable. Incomparable. Su sabor no tiene nada que ver con cualquier otro. Tiene salinidad lo que hace de él una especia apta para combinar con el marisco y los pescados blancos, hierba dulce y seca y ese toque característico de metal oxidado que impregna las manos después de utilizarlo dejando olor durante un tiempo en ellas. El arroz, las patatas, la pasta, la coliflor y las flores de calabacín ganan con el azafrán, que admite por compañía ingredientes dulces y también salados. He llegado a percibir en la lengua el sabor del regaliz tras haber mantenido en ella una hebra de azafrán.