A sus 57 años, Jose Coronado disfruta del oficio de actor como nunca, tras liberarse de la etiqueta de guapo oficial y demostrar su talento, con premio Goya incluido, en papeles de carácter y con directores de prestigio. El intérprete madrileño, tan hermético con su vida privada como entregado al hablar de su profesión, compagina cine y teatro con su éxito televisivo en “El Príncipe”.

¿Cree que aquí se hace cada vez mejor televisión?

Cada vez se hace mejor todo. El cine y el teatro están más vivos que nunca. Tenemos unos equipos técnicos y artísticos de una calidad que se la rifarían en cualquier parte del mundo y aquí, en casa, ni nos miman, ni nos cuidan, ni nos quieren. Me dan mucha envidia los franceses, que tienen un sistema tan brillante y tan eficaz. Pero aquí un día dijimos “no a la guerra” y lo estamos pagando todavía. Aunque no nos van a hundir, está claro. Además, hay que empezar a dejar tarjetas de visita en otros países. Argentina y Francia me interesan; me gusta su cine, sus historias. Y, a diferencia del cine estadounidense, los actores podemos aportar, tenemos voz.

¿Lo de Hollywood es, pues, un sueño incumplido?

Nunca fue para tanto. Lo probé hace 25 años cuando hice Muerte en Granada. Andy García hacía de Lorca. Allí había mucha limusina, todo el mundo se preocupa mucho de los metros de su caravana, que es lo que marca el estatus, pero luego no puedes ni hablar con el director que la mayoría de las veces ni siquiera toma las decisiones. Es la tierra del actor marioneta.

¿No volvió a pensar en ello?

Ya no tengo edad para eso. Hace poco volví a trabajar en otra producción americana con Sharon Stone y Andy García, de nuevo, y sentí lo mismo. Todo el equipo corriendo detrás de las estrellas, y del oficio, ni palabra. Al final hablé con Andy, apelé a sus orígenes, a lo que es trabajar de verdad en equipo, y el tío respondió como un campeón y se venía cada día a las siete de la mañana a darme la réplica. No faltó ni una vez. Gracias a él me reconcilié un poco con esa industria tan brutal, pero me gusta poco trabajar así. Se le da bien poner rostro a los corruptos o a los que se pasean por el filo de la ley… Sí, hay una cierta tipología de personajes sin muchos escrúpulos. A menudo, profesionales que han estado cerca del poder o lo han ostentado de algún modo y que han acabado maleándose. Policías, periodistas… También en los medios de comunicación ha hincado el diente la corrupción. No hay más que ver cómo cuentan las cosas unos y cómo las cuentan otros. Y lo que nos queda por conocer. La magnitud de la crisis se tiene que corresponder con el alcance de la podredumbre que la generó. La ambición de los bancos que pasan por encima de quien haga falta es la causa de cuanto ocurre. Ya lo escribió Enrique Urbizu en La caja 507: “Al final de todo desastre, siempre hay un banco”.

Esa película tiene casi 15 años…

Es que es un visionario. La hicimos años antes de que estallase el caso Malaya y todo el tema de las recalificaciones de terrenos. Ya le dije: “Tío, eres un cabrón. ¿Cómo podías prever que todo esto iba a pasar?”. Él se documenta hasta la saciedad, saca sus conclusiones y las plasma de una forma brillante. Y, aun así, siendo uno de los más grandes directores que tenemos, tiene dificultades para sacar sus proyectos adelante. En fin, el cine está como el país.

¿Hasta qué punto considera al ciudadano de a pie responsable de esta situación?

Nuestra única culpa ha sido tener un exceso de confianza en la clase política y no darnos cuenta de que está supeditada al dinero. El único mecanismo que tenemos para poner freno a todo esto es el voto cada cuatro años y así lo hemos ejercido, pero me parece insuficiente. Deberían existir protocolos para hacernos escuchar, pero ya, desgraciadamente, hasta se ha recortado el derecho a manifestarse libremente. No se hace caso de las iniciativas parlamentarias que parten de los ciudadanos, la justicia es lentísima… Pero lo peor no es la aterradora falta de ética; lo peor es que, para muchos, el que más roba es el puto amo.

¿Se debería enseñar en las escuelas cómo ser un ciudadano competente?

Mal no hace. Tener unos principios de convivencia éticos es fundamental. Si lo hubiésemos hecho cuando las cosas iban bien, al menos los jóvenes se hubiesen quedado al margen de esa loca carrera por intentar ser más ricos y tener más y más de todo, auspiciada por los grandes poderes económicos. Muchos ya no están en ese punto, afortunadamente, pero el Estado del bienestar tardará en volver, si lo hace: derechos laborales, libertades, sanidad y educación garantizada.

¿Cree que la ambición es algo negativo per se?

No, si está controlada. Yo durante muchos años tuve la ambición de trabajar en el cine de primera división y ese deseo me sirvió para trabajar más y superar obstáculos. Y ahora mi objetivo es quedarme como estoy, presente en el cine, el teatro y la televisión, porque tal y como está todo hay que jugar con las tres barajas. Ya lo único que pretendo es seguir trabajando; el oficio. Ayudar a contar historias con humildad y sencillez. Detesto la parafernalia que rodea a mi profesión; la importancia que se le da a la fama, al glamur y todas esas gilipolleces.

¿El papel más importante es el que tiene entre manos?

He aprendido a convencerme de que es así, y con ese pensamiento me levanto cada día a las seis de la mañana y me voy a rodar, sabiendo que no hay mejor sitio donde estar ni mejor cosa que hacer. Tan ilusionado, pero, ojo, sabiendo que cada día me la juego, que hay examen a diario y hay que llegar allí con los deberes hechos. Si tiene que llegar El rey Lear, ya llegará.

¿Lee lo que se publica de usted?

Antes sí. Lo guardaba todo. Ahora ya han corrido ríos de tinta y ya no tengo la expectación del novato. Además, con la explosión de las redes sociales, se dicen unas burradas tremendas. Como no lo veo sano, intento leer lo imprescindible. No creerme lo bueno, que te puede convertir en un imbécil, y no hacer caso a lo malo, que puede llegar a hacerte mucho daño. No es que considere que estoy por encima del bien y del mal. Preservo mi salud mental, nada más.

A pesar de esas críticas sangrantes que acompañaron sus primeras incursiones, ¿siempre estuvo convencido de que había un actor dentro de usted?

Hay que decir que la mayoría estaban justificadas porque yo era un auténtico paquete, pero confiaba en que acabaría aflorando algo mejor. Salvo en casos excepcionales que aparecen y se comen la cámara, esto requiere un aprendizaje, y la experiencia juega a favor. Claro, igual en este momento yo no hubiera tenido tantas oportunidades de equivocarme hasta aprender, porque entonces éramos muchísimos menos. Sabía que con trabajo y tesón llegaría a ser un actor digno aunque no tuviera talento natural ni una vocación a prueba de bomba.

En cualquier caso, ¿no es el empeño una de las herramientas de su profesión?

Por supuesto. Otra cosa es que brilles o no en un trabajo, porque eso no depende enteramente de ti; inciden los saberes de Creo que esa capacidad de observar el entorno con nocturnidad, unida a mi experiencia universitaria, fue lo que me hizo sentar unas bases sólidas para actuar. Otros se pasan la vida en la escuela de Strasberg, con el método, pero no saben de la vida. En la segunda película que hice -Berlín Blues-, cuando le preguntaron a Ricardo Franco que cómo me había contratado con lo verde que estaba, les dijo que no sabría quién era Stanislavski, pero que sabía mirar a una mujer. Tenía casi 30 años cuando debutó en pantalla… Llevaba a la espalda mucha universidad de la vida y tenía los pies en la tierra. Por eso no me perdió la vanidad ni me convertí en un gilipollas. Porque sabía lo que era ganar mil pesetas desde los 17 años y ya las había pasado canutas. Pero fallaba porque iba a lo mío, no había descubierto que para dar credibilidad a un personaje es importante estar atento a lo que te rodea: tener curiosidad.

Por cierto, ¿cómo esquivó las tentaciones de la noche que se llevaron a tantos por delante?

Pues unas me las bebí, contra otras luché y disfruté de las que pude. La noche es como una maravillosa mujer misteriosa con el peligro en los ojos. Creo que el secreto está en vivirla a la edad que corresponde, de los 20 a los 30, que estás fuerte, que te lo comes todo, que puedes irte sin dormir a trabajar. Lo que es patético es intentar alargar esto a partir de los 45 o 50. Está fuera de lugar y te impide hacer cualquier trabajo con un mínimo de garantía. Ya no salgo; cerré la puerta. Acabé muy cansado de eso. Fueron diez años de no parar. Mucha tela.

¿Cuánto de esto le cuenta a su hijo Nicolás, que sigue sus pasos, para que ande con ojo?

Deja que le cuente poco, pero conoce perfectamente el terreno que pisa. Vive conmigo desde los ocho años y con veintitantos se ha convertido en mi mejor amigo. Tenemos una relación absolutamente abierta en la que nos podemos contar todo, comentar aciertos y fallos. La comunicación es muy fluida.