Ya he perorado muchas veces sobre esa cultura de lo anti, de la protesta contra todo y todos potenciada por redes sociales como Twitter y Facebook. Durante esta Semana Santa hemos experimentado el fenómeno one more time: mientras los tronos se paseaban por las calles de Málaga, muchos en internet se quejaban, con mayor o menor –generalmente menor, sí– grado de respeto, sobre la tradición de la ciudad. Hablemos sobre esto.

Debe de hacer mil años desde mi última entrada en una iglesia; estoy casado por lo civil, sigo los mandamientos que yo mismo me he impuesto según el sentido común y cívico, no creo en Dios pero sí en cómo la devoción de muchos ha mejorado el mundo –uno de mis discos favoritos es A love supreme, de John Coltrane, un trabajo de jazz inspirado por la fe–... Circunstancias personales y familiares me han llevado a vivir la Semana Santa este año con mayor cercanía, y he disfrutado del asunto no como un hecho religioso sino como un acontecimiento cultural y tradicional. Viendo a la Virgen del Rocío, a mi lado, una anciana acompañada por su hija, charló unos minutos conmigo: la mujer tenía 81 años, tantos como la talla que adoraba, había venido caminando a verla con la emoción de que quizás aquella podría ser la última vez ante la galopante vejez. Cuando acabó la tarde, yo pensaba: «Ojalá pudiera emocionarme como estas personas». Pura envidia, sí. Al mismo tiempo, también reflexionaba sobre cómo cada vez detesto más a todos aquellos que vituperan acontecimientos como éstos, que arrastran a tantas personas, a partir de una supuesta superioridad moral o cultural. Son personas curiosas: generalmente, enarbolan los principios democráticos, progresistas y de lo más liberales pero en asuntos como la Semana Santa se vuelven tan feroz y peligrosamente dogmáticos como el más recalcitrante de los capillitas. Que los hay, claro.

La discusión antisemanasantera este año ha sido encendida por la coincidencia en el tiempo del anuncio de los Presupuestos Generales del Estado, llenándose el ciberespacio de frases como «El Gobierno del PP recorta en Sanidad, Educación y Ciencia pero no en la Iglesia». Un titular y un comentario cogido por los pelos, algo insidioso: la Iglesia –repito, de la que yo no participo directamente– se mantiene en buena parte por la casilla del IRPF que marcan los contribuyentes que lo estiman conveniente –yo no lo he hecho jamás–. Ésta es la salud de nuestra democracia: mientras la gente siga enfadándose porque el otro opine diferente, mal vamos. Muchos de los que ahora se quejan de que estos días no pueden pasear por el Centro, tomarán las mismas calles en la Feria y no pasará nada; y los que ahora disfrutan de los tronos, se quejarán del macrobotellón urbano de tal semana de agosto. Y así, cíclicamente, año tras año, vomitamos nuestra intolerancia y nuestras ganas de dar por saco ante lo que nos es ajeno y, por tanto, no comprendemos. Hasta el año que viene.