Comienza la secuencia en un plano general. Al fondo hay gente sentada, hombres que cubren sus cuerpos con faldones que llegan hasta el suelo impoluto, diríase que hasta brillante. En medio otro varón, disfrazado con extravagantes capisayos de color blanco y rojo sedoso, lleva en la pechera un alarde de brocados dorados al que todos miran con reverencial arrobo.

Cubre su testa con cucurucho blanco, pulquérrimo, que sólo se muestra en su esplendor cuando la cámara inicia un trávelin inquietante que rodea al personaje central por la espalda, como buscando un primer plano de su nuca, pero en ese momento se interrumpe el movimiento circular, tan lento como uno de esos planos que nos previenen de que los personajes de American Horror Story van a soltar una gorda, por ejemplo, la escena en la que Patrick, Teddy Sears, novio de Chad, Zachary Quinto, le pide sin pestañear al dueño de la mansión a la que van a decorar, como mariquitas que son, que se deje hacer.

-Va de dueño sumiso, pero le gusta que le chupen la polla, mucho, y bien.

-Vamos, Patrick, responde el doctor Ben Harmon, Dylan McDermott- no soy gay.

-Yo tampoco, hasta que me la chupó un tío- contesta mientras se va agachando Patrick con la boca entreabierta.

-No, no -lo para el doctor Ben Harmon.

-Lo siento -dice Patrick.

Vaya. Una ocasión perdida para comprobar si brotaba en sus entrañas el marica que todos llevamos dentro. Volvamos a nuestro hombre y el plano secuencia, que acabó en un primer plano para soltar la metralla que ya conocen, que los chiquillos acaban prostituyéndose o acudiendo a clubes nocturnos de hombres para comprobar con una buena mamada si sí o si no. Fin de la primera escena.

Púlpito y pulpillo

A qué viene tanto alboroto, si es una película de los Clásicos de La 1, aunque la historia la emitió La 2 en su programa de ficción y variedades La misa. El prota central es otro clásico que le ha tomado el gustillo a su personaje, y en cuanto huele cámara a la vista, y en directo, suelta la monserga y hasta otra ocasión, para repetir las frases que más gloria le dan.

Juan Antonio Reig Plá es un actor consumado, de los que necesitan aforo para brillar. Le pasa como a los artistas de Sálvame, aunque estos innovan dentro de su rígido clasicismo, y cada cierto tiempo introducen elementos manieristas que dan nuevos bríos, nuevas formas de componer, nuevas secciones, aunque sin destrozar el canon de la representación, o sea, sin llegar al cubismo, que prendió la mecha revolucionaria.

Ahora, a falta de púlpito como el del obispo de Alcalá de Henares, suben a Víctor Sándoval u otro fabulador al pulpillo, un trono colorista desde el que actúa, una tribuna muy fashion y, por qué no, muy gay. Volvamos a la secuencia del monólogo de Plá cuyo análisis ha ido prendiendo en las tertulias de la semana como un reguero de yesca, desde Los desayunos de La 1, donde hubo consenso en el campo de la derecha -Ester Palomera, adjunta a la dirección de La Razón- y de la izquierda -Jesús Maraña, director de Público-, a las redes sociales, o los magacines, desde los más populares -Susana Griso, Ana Rosa- a los más políticos -Al rojo vivo, La Sexta, Antonio García Ferreras, que empezó la semana invitando a un Santiago Carrillo de 97 años con un coco efervescente-. Todos lo pusieron a parir. Justo lo que necesita un profesional de la provocación con casulla, tal que una Aída Nízar ordinaria que vive del cuento de su gilipollez. Fin de la segunda escena.

No es digno ni del infierno

Pero si uno vuelve a la secuencia del trávelin comprueba que en primera fila no hay hombres sentados sino adolescentes, monaguillos, tal vez seminaristas, sangre fresca, como la que necesitan en True Blood, que ha vuelto a Cuatro, vaya tela. Cuando en el monólogo clásico el señor Plá habla de que tantas ideologías -con lo bien que les iba con una, la suya- lleva a que desde chicos no sepamos si nos gusta el rabo o la oreja, y que para saberlo muchos se prostituyen o van a clubes nocturnos de hombres, se le olvidó otra opción, infalible.

Niños, podría haberles dicho, no hay que ir a antros para saber lo que es un buen meneo, un roce en la bragueta, un manoseo baboso, basta con que os quedáis aquí, sea sacristía, colegio, o seminario, que siempre habrá un cura dispuesto a enseñaros el camino. Luego dijo que los que hacen botellón -cadáveres ambulantes-, y las que abortan -por culpa de la malicia del pecado-, irán al infierno, junto a los del club nocturno.

Javier Sardá le contesta en El hormiguero. ¿Y cómo sabe que esta gente irá al infierno? Con su colega de cadena Pablo Motos acudió para hablar de su libro, pero acabó pidiendo a voces que dejen a la gente acostarse con quien le dé la gana, sin más. El público aplaudió a rabiar. Luego apareció el «gurú de la moda, Mario Vaquerizo», y Javier Sardá, Pablo Motos, Vaquerizo, y el público, se olvidaron del obispo, del pensamiento único, de los cadáveres ambulantes, de la malicia del pecado, y se pusieron a dar brincos.

Y continuó la fiesta. Aunque enturbiada por otro Mario, el Nobel de Literatura Vargas Llosa, que escribe que la idea de la homosexualidad como algo de enfermos o depravados «se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos», y luego pasa lo que le pasó al chileno de 24 años Daniel Zamudio, golpeado el 3 de marzo hasta llevarlo a la muerte después de una agonía de veinticinco días. Detrás de los cuatro criminales, la mano de una sociedad engrasada a conciencia. Así que nada, obispillo Plá, ni en su infierno lo querrán. Por indigno. Y sea coherente y no acepte dinero de esta sociedad tan, tan pecadora. Fin de la tercera y, por ahora, última escena, que me cierran el club.