Prevenidos contras las sagas cinematográficas que se descuelgan de exitosos imperios editoriales (Crepúsculo sobremanera, Harry Potter tiene, al menos, algún título valioso), no es sencillo encarar una película como Los juegos del hambre sin recelos.Y, si bien el resultado es más satisfactorio que las peliculejas sobre vampiros relamidos y menos cansino que las desventuras del insípido mago, la cinta de Gary Ross sufre de una arritmia interna y unos desequilibrios argumentales que la hacen oscilar entre el tedio y la diversión con demasiada frecuencia, intentando abarcar mucho más de lo que puede: de ahí que su metraje se haga tan largo como un día sin pan, y perdón por el chiste malísimo.

Siguiendo con aceptable fidelidad la trama de la novela, que no su escenografía (esos vestuarios versallescos, tan graciosos como excesivos, tan posmodernos ahora que la posmodernidad es ceniza) y dando todo el protagonismo a una heroína de flechas tomar, Los juegos de hambre se toma su tiempo antes de dar comienzo a ese espectáculo de gladiadores del futuro que tienen que luchar entre ellos hasta que sólo quede uno (sí, como el infame Gran Hermano pero a lo bestia) para satisfacer, por un lado, el morbo insaciable de las audiencias, y, por otro, para fortalecer a los opresores. Pan y circo. Nada nuevo. Y como el lado más reflexivo de la película no deja de ser pueril y previsible (por más que, dichas por el gran Donald Sutherland, algunas sentencias sobre la esperanza como mecanismo de control parezcan realmente profundas) y la crítica a los shows televisivos no se sale de los cauces habituales, el único interés de la propuesta (sorprendentemente pobretona en su diseño de producción) hay que buscarla en la acción pura y dura.

En la lucha por la supervivencia. Es ahí donde Ross, aunque a veces se le vaya la olla y alguna escena esté rodada de forma harto chapucera, logra un oportuno clima de tensión en plan Deliverance (vieja película de John Boorman que seguramente revisó antes de ponerse a rodar) a la hora de exponer a su protagonista a todo tipo de situaciones peligrosas.

Cuando, de pronto, vemos a esos adolescentes forzados a luchar convertirse en fieras sedientas de sangre (de triunfo, de libertad revestida de riqueza a la postre), la película se aleja lo suficiente de las vías de cine para adolescentes y muestra un espectáculo de ferocidad humana (no demasiado sangriento, Ross se cuida muy mucho de no pasarse de la raya, la taquilla ordena y manda) en el que incluso el amor puede convertirse en un arma defensiva… Siempre que sea de mentira.