«El sur es transparente para entender lo efímero», consigna, como una paradoja irremediable, Álvaro García (Málaga, 1965) en Ser sin sitio, su sexto poemario, que

acaba de publicar la Fundación José Manuel Lara. No por nada, una célebre imagen de Eliot le servía de título a su primer libro, La noche junto al álbum, con el que obtuvo, en 1989, el premio Hiperión. Era una época fuertemente polarizada entre los entonces emergentes poetas de la experiencia (los más destacados, andaluces, como el propio García) y los poetas del conocimiento o la diferencia, mientras que él mismo, con reflexiva voz propia, optaba por tomar, literalmente, la calle de en medio. En su elocuente ensayo Poesía sin estatua (Pre-textos), da cuenta de su peculiar posicionamiento poético, vindicador de una subjetividad despersonalizada, pero que, al mismo tiempo, incorpore al texto la anécdota circunstancial, elusiva, a un tiempo, del yo sentimentaloide y de la abstracción sin asidero.

Ahora, aquel primer título eliotiano de La noche junto al álbum resuena como un atractivo y obsoleto eslogan generacional. Para entonces, no era ninguna antigualla; pero, al día de hoy, ¿quién, que no sea muy viejo, se recrea ya en la nostalgia mansa de un analógico álbum de fotos entre las manos?... Más negro que aquella noche junto al álbum polvoriento es el radiante mediodía actual, en una refractaria azotea sureña, que igual podría ser un cementerio a la mirada, junto a cristales y fotos rotas.

«Sol de óxido y de cal de la azotea,/ triángulo de mar, jardín con tumbas», así arranca el gran poema extenso que da título a este libro, Ser sin sitio, donde se da cuenta del sincretismo sin resumen del poeta, que es, a un tiempo, filosófico y lírico, metapoético y narrativo, simbólico y vivencial. Su recurrente uso del endecasílabo (no sólo en los poemas centrales del libro, que son, en su mayoría, sonetos) vuelve más cáustica y eficaz la descripción del arrumbamiento existencial, a partir de una imagen tan zarrapastrosa del mundo que, de jóvenes, queríamos comernos, como «un balón adidas desinflado» en la azotea. García empieza su descripción de la casa (desahuciada o desertada) por el tejado; y aquel «sol de óxido y de cal de la azotea», que se proyectará sobre todo el poemario, se concretará, por ejemplo, muchos poemas después, en el «sol negro de los coches oficiales».

Hay que apechugar, justamente, con la condición de aprender a ser sin sitio alguno. «Aquí comprendo lo que llaman fe: / se olvida de nosotros el destino», enarbolará como una cáustica pancarta del poemario, donde las imágenes dan recurrente cuenta del centrifugado: «Un territorio apátrida y fugaz como una ráfaga», «fuga interminable de espejos (...) en espejos enfrentados», etcétera. Mientras «tiempla sin tiempo nuestra vida», y se agudiza la percepción definitiva de «no encontrarle al mundo otro sentido / que este aire de tiempo suspendido», tan sólo la poesía y el amor erótico (valga la redundancia) conservan un cierto hálito de redención, a tenor de la «música de no ser y haber vivido».

A cada nuevo poemario de García (con el sexto y anterior a éste, Canción en blanco, obtuvo, en 2012, el premio Loewe) se va estrechando la angostura para el respiro, pero también, del mismo modo, se concreta la salida. Se averigua ahora, por ejemplo, que «amar nos reconcilia con la muerte», y que (sólo) «Amando y escribiendo rompo el pacto», que, inopinadamente, han suscrito el tiempo y la muerte. Entonces, frente a ese ideal al alcance de la mano, «¿Por qué estar piel con piel no nos asombra?», se reivindica, en el único poema no aseverativo. Semejante al dictum de Celine, que definía el amor como «el infinito al alcance de los perros», aquí se nos alerta de la coincidencia entre el remedio y la enfermedad. Pues también en el amor (¡Y no digamos en lo que muchos quieren hacer pasar por escritura!), de nuevo, la existencia se vuelve burda, a través de la «mecánica carnal a la deriva», o la previsible oscilación «entre el amor puro y puro vicio». En su afán por no autoengañarse (ni engañarnos) al fijar los límites existenciales frente a la inconmensurable, el sujeto del poemario reconoce que, cuando aparece la compañía del amor, lo único que ocurre es que «la cama se convierte por fin en el espacio en que no huyo».

Con todo, en un mundo sin sentido, en ninguno de los dos sentidos de la palabra sentido -y entre «teléfonos pegados a la piel» y «conexiones mínimas»-, una cierta redención sólo puede darse por desacumulación y desalojo. Se trata de soltar lastre para alcanzar, al menos, una «isla entre la muerte». Una cierta narcotización erótica y un drenaje literario nos son descritos -junto al viaje, «simulacro del destino» perdido- como los únicos atisbos de redención, toda vez que «Son una sola cosa el tiempo y el espacio».