El escritor levanta la mirada de la hoja, intenta atrapar un adjetivo en el reflejo de la ventana. Duda, descarta, recupera, juega con el lápiz, se acaricia un asomo de barba. El escritor nunca está contento. Termina un relato y cuando lo relee apenas puede reconocerlo como suyo. Ni el apoyo de los amigos, ni el ánimo con que lo alienta su novia logran borrarle de la cara ese perenne gesto de insatisfacción. Se siente un poco mártir, un poco luchador y defensor de causas perdidas, un apátrida al que lo único que le preocupa, le obsesiona, lo tortura, lo consume es encontrar la exactitud, la claridad, la evocación, la magia y el misterio encerrados en las palabras. Rara vez logra hilvanar unas líneas que lo satisfagan, es entonces cuando, vencedor, pletórico, piensa que todo esfuerzo ha merecido la pena. Tantas noches, tantos borrones, tantos quebraderos. No sabe por qué escribe, pero necesita escribir. No hay nada ni nadie más importante para él. Por acabar un cuento ha postergado citas, ha rehuido las llamadas de los amigos, ha descuidado a la familia y se ha mostrado duro, insensible, distante ante el dolor y la enfermedad. Si para escribir tuviera que mentir, robar, traficar, falsificar, prostituir, violar, matar, tirar la bomba atómica€

El escritor apenas se conoce. Se reconoce en un pelo, en unos ojos, en la curva de unas manos, en cierta cicatriz que dibuja su muñeca, pero cuando dirige la mirada a su interior no puede soportar ni un instante el espectáculo dantesco que allí se libra. Al escritor, algunas veces, le gustaría ser normal y tener un deportivo que no se rayara. Se sabe un extraño en un mundo poblado de extraños. El escritor ha levantado una torre de marfil donde después de la jornada de trabajo se encierra, se recluye, se enclaustra para preparar un café, regar unas plantas, hojear un periódico, observar el silencio, dormir una siesta, escuchar un disco, leer unas horas, tomar otro café y ensuciar, esbozar, escribir unas hojas en las que reinventa las historias que ya han ocurrido en su cabeza mientras viajaba en el tren, vigilaba un examen, charlaba con los compañeros en la primera pausa de la mañana.

El escritor, muchas veces, está triste y abatido, como un postigo al que no se pinta desde hace cincuenta años. El escritor sólo ve puertas que se cierran y días que siguen a días que sepultan a días que machacan a días cargados de monotonía y desesperanza. El escritor jamás se pregunta por la felicidad. Su sueño más irreal, más inalcanzable, más bello, soberbio y simple sea acaso el de la renuncia absoluta. Frena un instante, se detiene, mira a su alrededor: ruido, ruido, ruido, ruido. Toneladas de ruido. El escritor ya no es capaz de sonreír, lo más, trazar una agria mueca de desprecio.

El escritor ha estado aquí y allá, ha probado esto y lo otro, ha conocido a éste y a aquél, ha escuchado a muchos y a todos ha acabado dándoles la razón. El escritor llegó a la conclusión de que para que fuera aceptado, le palmearan la espalda, le abrieran las puertas, le contestaran las llamadas, le rieran las gracias, lo incluyeran en las listas de fiestas, lo pararan en la calle, le confiaran un secreto, no lo olvidaran los fines de semana tendría que silenciar su voz y aceptar como universales, absolutas, incuestionables las opiniones de los demás. El escritor, después de todo, tiene que vivir. El escritor es una olla a presión. Quizás por eso escriba, para respirar, para escapar, para disparar, para sentirse vivo, pleno, solo, para iluminar su rostro, oxigenar su alma, apartarse, distanciarse, para que los que lo conocen, lo aprecian, lo estiman y lo consideran un hombre cabal y justo puedan ser rebajados, despreciados, pisoteados, asesinados, eliminados bajo el peso mortal de su pluma.