A veces sucede que un detalle aparentemente minúsculo y carente de importancia se convierte, sin darnos cuenta, en un serio obstáculo para el desarrollo normal de nuestras aspiraciones vitales, tanto en el ámbito individual como en el colectivo. Ocurre sobre todo cuando los conflictos que nos sobrevienen en vez de encarrilarlos por las vías de la prudencia, la reflexión y del sosiego dejamos que se enturbien o bien que naufraguen; nos volvemos inflexibles, distantes, volátiles, irascibles, irracionales e intransigentes… Pero si las dificultades para alcanzar la necesaria equidistancia, el deseado equilibrio interior, sólo dependieran de la firme voluntad de superación y no de otros factores de carácter exógeno, como el de la propia atmósfera que envuelve y condiciona el relato diario de nuestras vidas, todo, sin duda, resultaría mucho más sencillo de explicar, más clarificador, más asumible para todos.

Los dramas no funcionan igual en medio de un clima marcado por los rigores del invierno que en un escenario fustigado por los azotes estivales. En el segundo caso, además, se establecen determinados juegos de contrastes que abren aún más el objetivo que permite observar las oscilaciones continuas de la condición humana, acelerando, al mismo tiempo, la descomposición de los grandes núcleos afectivos desde donde surgen la mayoría de nuestros conflictos, de los más cotidianos a los más globales; desde los más íntimos a los más públicos. De ahí que el verano sea el período en el que se registre un mayor número de desajustes emocionales y, según Foucault, es la época donde surge en todas las sociedades una mayor proclividad a la irritación, al odio, a la hostilidad y a las pulsiones criminales.

Aunque desde los folletos de las agencias de viaje se nos invita cada año, con rigurosa puntualidad, a disfrutar de un bien merecido descanso en escenarios de ensueño o en rincones que invitan a disfrutar del más plácido de los mundos bajo los rayos de un sol implacable, los meses de verano, ya se sabe, suelen asociarse a menudo con los recuerdos líquidos y con las emociones más abrasivas; con momentos de sedación y sosiego; de fatiga y sesteo; de acaloramiento y morbo, aunque también se vinculan de alguna manera al aislamiento y a la turbación; a problemas existenciales no resueltos y al estallido irrefrenable de viejos conflictos enquistados y/o semiolvidados que aguardan, año tras año, un desenlace que no acaba de cristalizar. En el ámbito de la memoria, y en su sentido más alegórico, el verano pasa por ser la temporada más permeable; la que nos impulsa a resucitar viejas disputas privadas aletargadas por mor de la pereza, la urgencia y el miedo a enfrentarnos al incómodo trance de lidiar con nuestros propios fantasmas o, lo que aún es más grave, con los ajenos; los mismos que nos asedian sin tregua ni control durante el resto del año pero que el lánguido y sofocante discurrir del estío acaba devolviéndonoslos, si cabe, con más coraje y virulencia gracias precisamente a esa disponibilidad temporal que nos facilita el hecho de vivir instalados en un prolongado período de tregua laboral, es decir, con plena predisposición a revolver a discreción en el baúl de los recuerdos y a afrontar el peligro consiguiente de transitar por terrenos sembrados a menudo de obstáculos y de viejos y enconados rencores.

Mientras nos entregamos al relax vacacional nuestro cerebro, paradójicamente, se muestra más activo que nunca y por lo tanto más propenso a reactivar los mecanismos psicológicos que agitan y explican las más insospechadas conductas que pueda adoptar cualquier individuo desde los presupuestos éticos más disímiles, al tiempo que va quedando al descubierto, en no pocos casos, el lado más sombrío y oculto del ser humano, esa zona de la discrecionalidad donde se quiebran todas las reglas y prevalecen las pasiones más impulsivas, sombrías e incontrolables.

Nadie puede sentirse libre de su poderoso influjo, ni siquiera quienes sostienen que un oportuno ejercicio de autodisciplina, una voluntad decidida de autocontrol, nos podría inmunizar contra sus demoledores efectos pues se trata, en resumidas cuentas, de un fenómeno condicionado de antemano por una serie de factores difícilmente gobernables.

El verano, más que ninguna otra estación del año, genera amplios espacios para la evasión pero también soledades, incomunicación, parálisis moral y un tedioso estado de fatiga emocional acumulado durante meses de estrés, tensiones y batallas interiores libradas en muchos casos sin mediar la menor convicción de alcanzar la victoria.

Los archivos de la memoria

Pues bien, para poder contrastar, con toda suerte de detalles, razonamientos de esta naturaleza no hay nada mejor que abrir de par en par los archivos de nuestra memoria cinematográfica, nuestros más vívidos recuerdos como viejos espectadores, y penetrar a fondo en el amplio perímetro que abarca nuestro personal registro iconográfico. Sólo así podríamos levantar acta de la cantidad ingente de veces que el cine ha mostrado el verano como uno de los elementos más perturbadores en la escenificación de las pasiones humanas, encontrándonos con innumerables ejemplos que ilustrarían nuestra tesis y la de todos aquellos que sostienen que la gestión conductual del ser humano, sobre todo en situaciones extremas, no siempre depende de su propia voluntad sino de algunos otros factores que escapan a su control, desencadenando un torbellino de pulsiones inimaginables en situaciones aparentemente apacibles y que se reflejan en el cine a través de esos vientos cruzados que agitan muchos de los más brillantes melodramas que engrosan su dilatada historia.

Títulos de la enjundia dramática de, pongamos por caso, Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951), de Elia Kazan; El largo y cálido verano (The Long Hot Summer, 1958), de Martin Ritt; De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, 1959), de Joseph L. Mankiewicz; Verano y humo (Summer and Smoke, 1961), de Peter Glenville; Dulce pájaro de juventud (Sweet Bird of Youth, 1962) o La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), ambas de Richard Brooks, constituyen el ejemplo más revelador de esa tendencia tan arraigada en la cultura estadounidense de situar en el meridiano cero de sus preferencias historias teñidas de emociones inestables en medio de un contexto social salpicado de solemnes contradicciones. Todas estas películas, sin excepción, tienen su base argumental en grandes textos de los escritores sureños William Faulkner o Tennesse Williams, cuya marcada tendencia a ambientar sus dramas en las húmedas y abrasadoras tierras del Sur revela la intención de ambos maestros de destacar el factor atmosférico como potenciador indiscutible del magma dramático que se desliza entre sus obras más canónicas. Y en calidad de fieles notarios cinematográficos de su obra tanto Brooks como Ritt, Glenville, Kazan o Mankiewicz, maestros consumados del género, no hicieron otra cosa que interpretar visualmente el denso y crispado universo que surgía de sus privilegiados cerebros en películas que aún hoy, tantas décadas después, siguen conservando intactas su sólido y complejo aparato dramatúrgico con la inapreciable ayuda de auténticos colosos del arte de la interpretación como Paul Newman, Katherine Hepburn, Liz Taylor, Marlos Brando, Montgomery Clift, Laurence Harvey, Geraldine Page, Vivien Leigh, Lee Remick, Mercedes McCambridge, Karl Malden o Burl Ives.

Otro gran conocedor de los hilos que mueven la buena narrativa fílmica es, sin duda, Steven Spielberg y así lo ha venido demostrando desde que dio su primer gran campanazo profesional con Tiburón (Jaws, 1975), cuya trama esencial transcurre en una tranquila playa de Nueva Inglaterra. Sus confiados usuarios disfrutan relajadamente de una luminosa mañana de agosto sin sospechar que, en medio de tanta calma, emergería la pavorosa imagen de un gigantesco tiburón blanco que desataría el terror colectivo entre los centenares de bañistas que se concentraban en sus aguas.

Pánico y dolor

Así, una jornada de esparcimiento se transformará, súbitamente, en un escenario de pánico y de dolor que romperá radicalmente con la sensación de placidez que respiraba el lugar antes de la aparición del monstruoso escualo. Spielberg, para cuyo guion se inspiró en la popular novela homónima de Peter Bencheley, nos somete a una experiencia tan excitante como descorazonadora: desde un remedio tan reconfortante para combatir los rigores veraniegos como sin duda es el mar brota la encarnación más ominosa y temible de la depredación: una bestia capaz de convertir una venturosa jornada estival en un auténtico infierno.

En 1962 y tras cosechar éxitos tan rotundos en su Italia natal como Venecia, la luna y tú (Venezia, la luna e tu, 1958), El estafador (Il mattatore, 1959) o Vida difícil (Vita difficile, 1961) el director milanés Dino Risi nos introduce con La escapada (Il sorpasso, 1962) en otra de sus incisivas parodias sobre los estereotipos de la sociedad italiana de los sesenta. La historia, basada en un guion de Ettore Scola, Ruggero Maccari y del propio Risi, recoge las excéntricas peripecias de Bruno Cortona (Vittorio Gassman), un bon vivant de vida disoluta que conoce por azar a Roberto (Jean-Louis Trintignant), un joven y aplicado estudiante de arquitectura al que persuade para emprender juntos una excitante aventura por las soleadas playas de la Riviera, en pleno ferragosto, a lomos de un moderno descapotable que se convertirá, por designios del destino y bajo unas temperaturas abrasadoras, en el desencadenante de una insospechada tragedia.

También en el marco de la comedia, aunque sin el triste desenlace que acompaña la última secuencia de La escapada, el gran Billy Wilder, autor de varios títulos canónicos del género, incorpora otro nuevo blasón a su explosiva carrera como cineasta y guionista con La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), un inteligente e incisivo divertimento sobre la doble moral que anida en la clases medias estadounidenses cuando alguna vez se enfrentan a situaciones personales que ponen a prueba la verdadera fortaleza de sus principios. En pleno mes de agosto, cuando Nueva York se convierte en un hervidero irrespirable de calor, tedio y hartazgo, Richard Sherman (Tom Ewell), uno de tantos neoyorquinos que permanecen en la gran manzana mientras su mujer e hijos disfrutan de unos días de vacaciones en la costa, inicia sus breves pero prometedoras jornadas de soledad intentando cumplir con todo lo que le ha prometido a su esposa, aunque un encuentro fortuito con su despampanante vecina (Marilyn Monroe) le hace cambiar rápidamente de opinión. Las infernales condiciones climáticas que fustigan la ciudad se harán, a partir de entonces, mucho más llevaderas junto a una compañía capaz de hacer realidad sus sueños más lúbricos.

También Hitchcock se atrevió a representar la sofocante presencia del verano en el que, para muchos historiadores, constituye el trabajo más redondo de su extensa filmografía y, probablemente, uno de los thrillers de suspense más inquietantes y originales de la muy prolífica década de los años cincuenta: La ventana indiscreta (Rear Window, 1954). Un reportero gráfico (James Stewart), que vive postrado en su pequeño apartamento con una pierna escayolada tras sufrir un accidente casero, necesita ocupar sus horas muertas en actividades que le hagan olvidar las incómodas circunstancias que le impiden llevar una vida con total normalidad. Desde un gran ventanal que le permite escudriñar en la vida privada de cada uno de sus vecinos observa, a través de sus potentes prismáticos, y con la ayuda de su novia (Grace Kelly), la preparación y posterior ejecución de un crimen, circunstancia que contribuirá a intensificar aún más los ríos de sudor que, desde las primeras secuencias, recorren su atónito rostro bajo un ambiente de perturbación creciente.

Con La Caza (1965), la obra maestra del cineasta aragonés Carlos Saura, de cuyo realismo seco y sobrecogedor se seguirá hablando mientras quede un solo ápice de sensibilidad artística entre las futuras generaciones de espectadores, el cine español se marcó uno de sus más importantes puntos de inflexión en el ámbito de los nuevos cines que generó, en toda Europa, el impulso irrefrenable de la modernidad. Y los numerosos visionados al que la hemos sometido durante sus cincuenta y tres años de existencia no han hecho más que corroborar nuestra certeza sobre sus múltiples virtudes como película que supo interpretar, con precisión de relojero, la realidad social de un país gobernado por una férrea y opresiva dictadura. Bajo el inclemente sol de la meseta castellana un grupo de amigos se dispone a vivir una jornada de caza en medio de un escenario que sirvió de campo de batalla durante la Guerra Civil; la tensión provocada por viejas rencillas no resueltas desata una violencia inusitada que concluirá con una escalofriante refriega digna de los western más ilustres del gran Sam Peckinpah.

Hasta el mismísimo Ingmar Bergman, supremo maestro en las lides del cine trascendental, mostró la influencia que ejerce sobre la conducta de sus personajes la implacable comparecencia del verano en Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953), drama de corte romántico protagonizado por una joven pareja de enamorados que escapa del universo opresivo de la familia y de un entorno social cada vez más hostil para encontrar en una bella y soleada isla situada a muchos kilómetros de Estocolmo la paz que se les niega en su entorno. La película, muy comentada en nuestro país gracias al desbordante erotismo que exhibía la bella y deseable Harriet Andersson en su plácido e improvisado exilio veraniego, supuso además el reconocimiento internacional del director y el inicio de una de las carreras cinematográficas más longevas y acreditadas de todos los tiempos.

La comedia sentimental

El mismo año en que Bergman presentó su primera obra maestra, el prolífico cineasta norteamericano William Wyler, responsable de algunos de los títulos más acreditados del cine hollywoodiense de los años treinta, cuarenta y cincuenta, se desplaza hasta Roma, junto a Gregory Peck y Audrey Hepburn, para rodar la película que se convertiría en uno de los grandes referentes de la comedia sentimental de aquellos años: Vacaciones en Roma (Roman Holiday). Basada en un argumento original de Dalton Trumbo -condenado años después al exilio laboral tras su declaración ante el Comité de Actividades Norteamericanas del senador MacCarthy-, la cinta recoge las rocambolescas peripecias de un reportero estadounidense y de la joven princesa de un pequeño país centroeuropeo durante su visita a la ciudad eterna durante un infernal mes de agosto. A diferencia de otros títulos citados en este reportaje, la presencia del verano constituye en esta película, como el resto de los elementos estructurales que la rodean, una nota más de enaltecimiento del idílico y rosáceo romance que viven sus protagonistas. Un maravilloso cuento de hadas que pervive en nuestra memoria como uno de los iconos indiscutibles de la era dorada del cine hollywoodiense.

Muchos de los espectadores que ya peinamos canas jamás podríamos borrar de nuestra memoria la experiencia que supuso acudir, en 1971, al estreno de Verano del 42 (Summer of 42), de Robert Mulligan. Una reconfortante -y algo revolucionaria para su época- comedia juvenil protagonizada por Jennifer O’Neill, Gary Grimes, Oliver Conant y Jerry Houser, que incide en un asunto muy común en las producciones estadounidenses de aquellos años: las primeras experiencias sentimentales de la adolescencia en un mundo gobernado por las rígidas reglas morales de los adultos. En plenas vacaciones veraniegas tres jóvenes estudiantes irradian unas ganas irrefrenables de adentrarse en el mundo de los mayores. De repente, entra en escena Dorothy, una mujer casada de exquisita sensualidad, cuyo marido acaba de enrolarse en la armada. Y todo cambiará, especialmente para el ingenuo y enamoradizo Hermie, que cae rendido ante los irresistibles encantos de Dorothy. Filme cargado de grandes dosis de melancolía, de emociones carnales y de sentimientos a flor de piel que una exquisita banda sonora a cargo de Michel Legrand se encarga de resaltar continuamente en un marco visual de ecos paradisíacos. Un verano, como predicaban sus eslóganes publicitarios, que nadie podría nunca olvidar...

En las antípodas del filme de Mulligan, se sitúa Fuego en el cuerpo (Body Heat, 1981), de Lawrence Kasdan. Un tenso y sombrío thriller protagonizado por Ned Racine (William Hurt), un joven y rutinario abogado de Florida que ahoga sus profundas frustraciones personales con monumentales ingestas de whisky, y Matty Walker (Kathleen Turner), la bella y calculadora esposa de Edmund (Richard Crenna), un poderoso hombre de negocios. Dos personajes cuyo encuentro fortuito en una localidad de las afueras de Miami los transforma en una pareja de amantes insaciable dispuesta a perpetrar el asesinato de Edmund y sellar así su bronco y clandestino romance, al tiempo que se hacen con la inmensa fortuna amasada por Edmund durante décadas. El relato, inspirado en un guion del propio Kasdan, transcurre durante un tórrido e inacabable verano entre las pantanosas tierras del estado de Florida. Broche de lujo, pues, para una filmografía que hunde sus raíces en algunas de las tradiciones del cine norteamericano más temperamentales, transgresoras y convulsas.