Si Tina Turner fuera flamenca sería La Cañeta de Málaga. Y quizá la americana no tuviera tanta cuerda en una fiesta. Lola Flores lo sabía, Liza Minelli lo sabía, Banús la encumbraba. No hay unas piernas más a prueba de temporales que las de Teresa Sánchez Campos, que así se llama la gitana rubia que más veces ha conversado con las musas en la orilla izquierda del Guadalmedina (y toda la vida en Marbella) y que hace tan solo unas horas ha recibido un homenaje de su barrio malagueño de infancia y juventud, donde ya luce una placa más valiosa que la de todos los jeques de Arabia, y que ha tardado décadas en colocarse.

Era muy fácil y por qué no decirlo, muy barato. Aplausos para la Cátedra de Flamencología de la Universidad de Málaga como impulsora. Porque ella como decía Lorca sobre La Niña de los Peines lleva la cultura en la sangre. Es catedrática de vida y de sensaciones regaladas. Ha llevado el nombre de su ciudad de origen por los cinco continentes, sin pedir nada a cambio.

Pero no le echen la persiana, la decana del cante flamenco en España sigue templando esa voz que araña muy adentro. Todavía tiene gasolina, oiga señor alcalde. Le deberían dedicar una gran noche en el Teatro Cervantes porque nadie ha podido nunca con ella. Y todos los flamencos lo saben y muchos de los más grandes vendrían a partirse con ella la camisa. Teresa es un Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y puede valer como banda sonora de una ciudad a la que se le olvidado su soniquete por el ruido de las moneas. Magisterio el suyo estirando y recogiendo el compás como ha querido. Valor y no precio su existencia en estos tiempos de autotune y flamenquería de souvenir.

Ella ha vivido con desparpajo haciendo de su repertorio, no excesivamente largo en los cantes, un auténtico show impagable de gracia y de improvisación. A golpe de jack en el corazón. De eso se trata a fin de cuentas; transmites o no transmites. Y ella te vuelve loco.

Nadie ha podido con ella ni en un cuarto ni un escenario de muchos cuartos. Su melena es como la de Sansón y Teresa sabe que no es el pelo sino la genética la que le sale por la boca y le aprieta la misma barriga para morir en cada letra. Es una pieza de incalculable valor que indómita vivió y sin nadie que la pueda igualar se llevará un día, dentro de mucho, su cante. Porque con un antes y un después de La Cañeta debería medirse la historia flamenca de Málaga.

Nadie ha cantado por bulerías como canta ella pegándose su pataíta. Nadie saber fraguar con tanto atino esos fandangos por fiestas ni esos tangos de Málaga que son propiedad, a medias, de su madre, La Pirula, y de La Repompa. Lo sabe Rosalía, que hace poco cantaba por ella. Si Málaga supiera que Alejandro Sanz muere con ella. Pero ay, tantas cosas que como madrastra ha olvidado.

Más de una noche cantó La Cañeta el Corazón partío, de Alejandro Sanz, por bulerías. Y formaba una auténtica zapatiesta porque lo bordaba. La Cañeta ha asumido esa vieja escuela del buscárselas ante el público, de meter por bulerías hasta las Páginas Amarillas. Y eso hoy escasea, no se encuentra. Esa gracia, lo que se llamaba salero.

Podía salir por esas, por la Niña Pastori o por Las Grecas. La Cañeta es fuego de una candela, se aviva y se apacigua sin guion. Todo es posible en sus actuaciones. Representa lo mejor del cante gitano y por eso todos los que han tenido la suerte de escucharla de fiesta saben que pueden darse por pagados. Su marido, el cantaor José Salazar, también tiene buena parte de la culpa de su éxito. La cantaora quiso un día arrimarse a un gitano extremeño que también sabía de cante lo indecible y ambos han formado una pareja artística complementaria pero en la que muchas veces le tocaba a él entregar la chaqueta. Era un volcán siempre en erupción Teresa.

En su día fue una joven terremoto que despuntó en Los Vargas, una suerte de Jackson Five del Perchel que asombró al universo flamenco por los jóvenes talentosos que rodeaban al Niño Almería, su alma máter; la desaparecida Repompa, La Quica, Pepito Vargas o El Carrete. Glorias que mantuvieron el gran nombre de la Málaga cantaora más allá de su tiempo finisecular en que fue La Meca con hasta catorce cafés cantantes abiertos. Ellos mantuvieron el tipo arriba en el siglo XX, frente a Jerez, Cádiz y Sevilla. Esa generación, lo que queda de ella, sigue mereciendo más honores, más trabajo, más escucha por parte de los nuevos flamencos.

Luego cruzó el planeta La Cañeta de Japón a Nueva York y no había lugar que no se le rindiese. La Cañeta es como un buen ajoblanco, un gazpachuelo, un caldito de Pintarroja. Es una denominación de origen como la uva moscatel. Marca registrada Málaga, tanto como Antonio Banderas. Uno puede verle las costuras a la ciudad si se deja imbuir por su cante. Asoma la ciudad mestiza que siempre fue abrazada a extramuros, puente entre dos mundos, los gitanos y los gachés. La espada inhiesta que no muere en esa Triana nuestra arrasada del Perchel y la Trinidad; la Cañeta. Una chimenea en este invierno, casi apagada de luces macilentas que devuelve el reflejo de un corazón partío que no puede sólo revivir en una letra ni en una placa. Porque más quisiera Tina Turner.