Lo prometido es deuda. Antes de coger mi avión a Gales para vivir mi primera Ryder Cup prometí contaros mi vivencia. Lo que se siente, lo que se vive y lo que no se ve por la televisión. Pues la fiesta del golf es la Ryder. Es inigualable. Cuánta pasión. Porque el equipo europeo y sus aficionados están unidos por una pasión que sólo nosotros entendemos, la del reto de tumbar cada dos años al más fuerte. La afición europea es grandiosa. Lo dijo incluso un jugador americano –Jim Furyk– después de la derrota: «Este público es para quitarse el sombrero». Ejemplar. Antes de nada quiero deciros una cosa: Si podéis, id a una Ryder. Yo además he tenido la suerte de vivir esta experiencia con mi madre.

Me planté en Newport con una bandera, un gorro y una bufanda de España. Muestra de mi orgullo de ser española y de que el único jugador español del equipo fuese malagueño –Miguel Ángel Jiménez–. Orgullosa también del papel de vicecapitán de Sergio García, al que luego se uniría Chema Olazábal. Pues fue pisar el Celtic Manor Club y vivir esa extraña emoción de sentirte cerca de un irlandés, de un inglés o de un alemán. Casi como hermanos. Europa es la Ryder. Gracias a Fernando –un sobrino de Jiménez– me hice con una gorra del equipo europeo. Orgullosa del color azul y de las estrellas de nuestra bandera. Es una vivencia indescriptible el hecho de sentirte apegado a un todo como es Europa. Pero es un milagro que produce el golf una vez cada dos años.

Lo primero que vi al llegar al club, además de la lluvia y el barro, fueron las pantallas gigantes, las gradas inmensas en casi todos los hoyos y la impresionante sala de prensa. Allí estaba María Acacia López Bachiller, la jefa de prensa del Tour Europeo en España y la persona que nos facilita la vida en cada torneo a los periodistas. Gracias.

Pero en una Ryder pronto te das cuenta de que lo que importa no es lo que hay, es lo que se siente. Por eso es el torneo favorito de los jugadores. Son muchos –Thomas Levet o David Howell– los que han colaborado con las televisiones para tener una ´excusa´ para formar parte del evento.

Hablando de jugadores, Ian Poulter lleva la Ryder en la sangre. Pura garra. Verlo jalear al público, sacar puño, caminar por la calle de cualquier hoyo con el pecho sacado, altivo y desafiante es impresionante. Además, ganó sus tres puntos. Otro digno de ver es Rory McIlroy, pese a que sólo logró una victoria, una derrota y dos empates. Pero se ha impregnado del espíritu de la Ryder y está hecho para esto. Luchará a muerte por estar en cada edición y será un arma letal.

Tampoco olvidaré la grada del tee del hoyo 1 el lunes. ´Salid ahí y pasadlo bien, que nosotros lo estamos haciendo´, parecían decirle los aficionados a los jugadores con sus lemas cantados. Así comenzaba una jornada final extraña –por ser lunes–. Horas después Europa conquistaría su octavo triunfo en la era moderna –desde 1979, cuando se incorporó el continente a Gran Bretaña e Irlanda–, por las siete victorias americanas y aquel empate de 1989. Manda Europa.

Ir por el campo en el Celtic Manor era ir con los pelos de punta. Las gradas rugían con cada golpe ganador europeo y se palpaba la emoción en los espectadores, muchos disfrazados y con banderas. El desenlace también fue espectacular. Otro detalle más por el que esta edición pasará a la historia: desde 1991 una Ryder no se decidía en el último partido. Sobre todo ese putt de unos tres metros de Graeme McDowell en el hoyo 16, que nunca terminaba de entrar. En el 17, con un Hunter Mahan excesivamente presionado, terminaba todo. A partir de ahí la locura. El equipo y los aficionados se fundieron en una sola cosa. Y Seve, en la mente de todos.