Mi primer madrugón para ver una final del abierto de Australia se debió a la presencia en el partido de Carlos Moyá. En aquel momento pensábamos que se trataba de una experiencia irrepetible. Sin embargo, estamos demasiado acostumbrados a que Rafael Nadal nos obligue a acompasar nuestros horarios con las sedes del Grand Slam, durante casi una década. Anteayer disputó la cuarta final consecutiva. No se trata sólo del tenista español que ha ganado más torneos de élite, sino que ha obtenido más títulos que la suma de sus predecesores y contemporáneos. Derribó asimismo el mito de Federer. Sin embargo, Djokovic demostró por séptima vez y sin interrupciones que posee un antídoto para Nadal. Para cada Nadal.

Vayamos por partes. El llamado tenis mundial se compone de cuatro jugadores. Djokovic gana a Nadal que gana a Federer que gana a Djokovic. El cuarteto monopolístico lo cierra Murray, que pierde con todos los anteriores. No es accidental que también hayan coincidido en el cuadro de semifinalistas de Melbourne. El español se distingue de sus compañeros olímpicos en que imprime a sus servicio menor velocidad. También es el que consigue menos aces. A cambio, ha elevado la raqueta a dimensiones épicas. Sus partidos suponen la actualización del cómic y del cine de aventuras. Ni la ópera se atreve ya a proponer un espectáculo de 5 horas seguidas.

¿Qué peso tiene el servicio en la condena de Nadal al número dos de su profesión, que sólo parece humillante porque en 2010 ganó tres torneos del Grand Slam? Por ejemplo, el domingo volvió a repetirse la historia de que el tenista español venciera en el set inicial, para verse arrollado a continuación por el serbio y protagonizar una remontada final con apremio pero sin premio. La curva que define esta evolución coincide con el porcentaje de acierto de su primer servicio. Nadal es un monstruo por soportar durante cinco sets al número uno del mundo, sin la baza del cañonazo de partida. Juega más tiempo que nadie porque no dispone de un mazazo que cortocircuite a sus rivales.

Si Nadal jugara al nivel de su servicio, sería derrotado por Djokovic en tres sets escuetos. Si ambos jugadores se intercambiaran el saque, sería el mallorquín quien se desembarazara del serbio en tres mangas. Ganar siempre hubiera sido demasiado fácil para el tenista mallorquín, y su hegemonía esterilizaría el tenis. La reinvención continua es un aliciente creativo. De hecho, la brecha entre los finalistas empezó a cerrarse tímidamente en el abierto estadounidense. La diferencia volvió a reducirse en Melbourne. A quienes exhiban ya la mueca despectiva que pregunta si será necesario un doce a cero antes de que la fortuna vuelva a sonreír al actual número dos, cabe contraatacarles señalando que Nadal consolidó el domingo sus aspiraciones a mantener la supremacía en Roland Garros.

En una carrera profesional, Nadal sería hoy un ejecutivo cuarentón que atraviesa la crisis del ecuador vital, pero que dispone de la energía suficiente para contemplar con frialdad el horizonte. En cuanto Nadal flaquea, los expertos lo condenan al olvido, como si no hubiera efectuado aportaciones capitales a su disciplina. Se le respeta como icono antes que como campeón, porque los eruditos sospechan que disfruta jugando, un crimen intolerable en la alta competición.

Frente a Murray en semifinales, Djokovic desarrolló un súbito enamoramiento por la red. Por golpearla, no por acercarse a ella. En consecuencia, Nadal decidió blindarse tras su paciencia salvaje. No entiendo la táctica del tenis centrista, que impedía los golpes angulados del serbio pero evitaba un desgaste que hubiera mejorado las expectativas del mallorquín. Sin embargo, me asalta la sensación de que busco excusas, por lo que quizás no debería haber escrito este párrafo. En realidad, Djokovic es el hombre de una pieza que describía y detestaba Unamuno. Tal vez la cruz que portaba al cuello explique motivaciones que escapan a un comentarista del tenis laico.

La separación que impone la red fue esta vez una ficción. Nadal y Djokovic se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo asfixiante y que transmitía su tensión a los espectadores. Si la final de Melbourne fuera una película, sería el híbrido de El club de la lucha y El Álamo. Sólo podía haber un ganador, pero el perdedor volvió a resistirse a la mera constatación del dogma. Nadal continúa en la encrucijada entre la juventud y la madurez deportivas. Le sobra tiempo para darse cuenta de que el éxito no consiste en encontrar el camino, sino en olvidarlo.