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Historias irrepetibles

El atleta que entrenaba rodeado de estufas

El británico Donald Thompson preparó los JJOO de Roma de 1960 en el baño de su casa, donde trataba de reproducir las condiciones de calor y humedad que le esperaban en la cita italiana y que le permitieron después colgarse el oro

El atleta que entrenaba rodeado de estufas

El recuerdo de Melbourne persiguió a Donald Thompson durante años, una pesadilla recurrente a las que dedicaba casi todo su tiempo. En los Juegos de 1956, el marchador londinense había tenido que retirarse en la prueba de los 50 kilómetros cuando solo restaban cinco para el final. No pudo con el calor australiano que lo reventó cuando marchaba en la quinta posición y aún soñaba con acercarse al podio. Decidió que esa experiencia no se repetiría cuatro años después y sabía que el enemigo en Roma 1960 volvería a ser el mismo: el calor infernal.

Estaba obsesionado con ser campeón olímpico desde que había comenzado a practicar atletismo. Quienes le conocían no tenían la menor duda de su capacidad de esfuerzo y dedicación. Ya lo había demostrado a los 18 años cuando sufrió una tremenda lesión en el talón de Aquiles que le dejó seriamente tocado. Apartó entonces las carreras de fondo, a las que se dedicaba en aquel momento, y se concentró en la marcha, una modalidad deportiva menos traumática para su maltrecho talón y en la que comenzó a evolucionar hasta convertirse en el mejor especialista del momento del Reino Unido. No era cualquier cosa porque la nómina de grandes campeones británicos en la marcha era muy extensa y habían creado una extraordinaria escuela de la que Don Thompson era un más que digno sucesor.

El batacazo en los Juegos de Melbourne dio paso a uno de los periodos de preparación más asombrosos que ha conocido el atletismo mundial. Thompson estaba convencido desde el primer día que el calor decidiría el nombre del próximo campeón olímpico. Aunque la carrera estaba prevista para la primera semana de septiembre de 1960 y la salida se daría a las siete de la tarde, no tenía dudas de que la aclimatación a la temperatura era la llave para la gloria.

A los entrenamientos habituales en ruta el marchador británico añadió diferentes sesiones que realizaba en el baño de la casa de su madre que convirtió en una sauna tratando de reproducir las condiciones de calor y humedad que le esperaban en Italia. En un tiempo sin muchos avances técnicos no tuvo más remedio que tirar de ingenio. Utilizaba calentadores, teteras y cualquier artilugio que le ayudase a llenar el servicio de vapor y a subir la temperatura por encima de los cuarenta grados. Incluso le prestaron una estufa que metió dentro del cuarto de baño y que mantenía encendida poco más de media hora hasta que el atleta reconocía sentirse mareado. Creía que se debía al intenso calor cuando realmente el culpable de sus repentinas indisposiciones era el monóxido de carbono que emanaba de la estufa. Una locura en toda regla.

Thompson no tenía dudas de que soportar todos los días aquella temperatura durante un buen rato era esencial para competir en Roma con alguna posibilidad de éxito. Durante los cuatro años que duró la preparación se sometió a esas intensas sesiones de aclimatación en el baño de su casa ante la incomprensión de quienes le rodeaban. Nadie tenía tan clara como él aquella ocurrencia. Pero no fue la única idea extravagante que Thompson tuvo de cara a los Juegos de Roma. Su madre le hizo una gorra especial que protegía su nuca, pero lo más llamó la atención en la línea de salida fueron sus pies. Lejos de llevar zapatillas deportivas, el inglés se presentó en la salida del estadio olímpico con unos zapatos de cuero acolchado, los mismos con los que solía pasear por el centro de Londres, y que al verlos dejaron de piedra a muchos de sus rivales.

Pero se sentía cómodo con ellos, más que con cualquier otro calzado. El calor romano acudió puntual a la cita para satisfacción del inglés. Era un cuadro verlo. Su forma de marchar -con la cabeza inclinada hacia la derecha-, las gafas de sol negras, el peculiar gorro que le había hecho su madre y los zapatos de calle en los pies. «Topollino» le llamaron los italianos. Pero Thompson había viajado a Roma para ser campeón.

Cumplida la mitad de carrera la prueba quedó en un duelo entre el sueco John Ljunggren, oro doce años atrás, y él. Por el camino el calor y las descalificaciones habían sepultado las opciones de muchos de los favoritos. Con el cuerpo al límite, Thompson atacó a falta de cinco kilómetros y el sueco no pudo responder. Con 17 segundos de margen y la noche cayendo sobre el estadio olímpico de Roma, el británico se ganaba el derecho a ser reconocido como uno de los más grandes atletas que ha dado Inglaterra. El suyo era el segundo oro olímpico en ese deporte del Reino Unido después de la Segunda Guerra Mundial.

Thompson ya no volvió a encerrarse con estufas en el baño de su casa ni volvió a competir con zapatos. Su carrera inició el lógico declive aunque nunca se apartó del atletismo. Siguió corriendo de forma religiosa durante toda su vida hasta completar cerca de 200 maratones y numerosas pruebas de resistencia extrema. No podía vivir sin correr y mantuvo su disciplina hasta el último día. Se levantaba a las cuatro de la mañana para ejercitarse durante horas antes de que saliese el sol.

En 1983 se dio una curiosa circunstancia. Se rompió la clavícula pero no renunció a entrenarse. El problema era que no podía atarse los cordones de las zapatillas. Su mujer, Maggie, se negó a levantarse a esa hora para atárselos y entonces permitió a su marido que durmiese calzado con la única condición de que mantuviese los pies fuera del edredón. Y así lo hizo.

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