Como suele ocurrir con todas las cifras redondas o simbólicas, que el Festival de Málaga. Cine Español celebre a partir de hoy su edición número dieciocho es una invitación a la reflexión: el certamen abandona su condición de niño pujante que nació con tantos errores como aciertos pero siempre con una actitud explosiva (la etapa dirigida por Salomón Castiel) y ha dejado atrás esa adolescencia adocenada, aburrida y desordenada (la fase comandada por Carmelo Romero); la era con Juan Antonio Vigar al timón (este año, su tercera temporada) busca ser la de la madurez y la reflexión, la de la vida adulta. Pero para ello tiene que asumir retos inmediatos.

Obligaciones de la madurez

Retomamos la película en el momento exacto en que la dejamos, en un artículo de balance de la edición del 2014 titulado A por la mayoría de edad con más exigencia y alguna revolución. Y con frases como éstas (perdón por la autocita): «El Festival de Málaga.Cine Español celebrará su edición número dieciocho el año que viene; si fuera una persona, un ciudadano, sería mayor de edad, podría votar y conducir un coche. ¿Qué mejor momento que ése para dar un golpe en la mesa y hacer una pequeña gran revolución de contenidos?». Podríamos decir que el certamen capitaneado por Juan Antonio Vigar ha llegado a un punto de corrección, con todo lo bueno y lo malo que comporta: lo bueno, hay profesionalidad, buen hacer, etc; lo malo, es previsible, faltan sorpresas, se está cayendo en cierta fórmula y rutina...

Grosso modo: hay un cierto horror vacui en la agenda festivalera, con el aperitivo, el MaF, como epítome: una escaleta abigarrada, excesiva, que parece pergeñada únicamente con el deseo de contentar a casi todo el tejido cultural de aquí, sin ton ni son, y, sobre todo, al político y al gestor, siempre henchidos de orgullo cuando presentan cualquier cosa que albergue tropecientas mil actividades, aunque de ésas sólo unas pocas tengan entidad genuina. Y ahí vamos al meollo de la cuestión: lo que falta en todo el certamen malagueño es el espíritu crítico, la capacidad de discernir, de separar el grano de la paja, de apostar por algo y abandonar el síndrome del programador con Diógenes.

La subsistencia pasa por encontrar una personalidad propia y perfilarla, aunque eso suponga crearte antipatías y enemigos; por poner un baremo de calidad y aplicarlo, por no conformarse con recoger la cosecha del audiovisual español -lo que haya- sino por estimularle y animarle para que ofrezca productos cada vez mejores y más interesantes. Porque cuando uno cumple los 18 años tiene derechos pero también obligaciones, y las del Festival de Málaga pasan por dejar esa manía de buscar agradar a todos y empezar a definir quién es realmente.

Una selección rigurosa

En realidad, al finalizar la edición diecisiete, reflexionaba sobre cómo el jurado de la Sección Oficial había indicado el camino que debe seguir el Festival de Málaga. Al premiar dos de las apuestas diferentes de la competición grande, 10.000 km y Todos están muertos, filmes que persiguen algo, que se alejan voluntariamente de ese punto medio que siempre ha lastrado al cine español. El tiempo y el trabajo del organigrama del certamen ha conseguido algo fundamental: que la industria venga a Málaga no para pasárselo bien a cargo del Ayuntamiento -que es lo que muchas veces parecía- o simplemente recibir un homenaje y que entienda que éste puede ser un interesante punto de partida para algunas de sus películas. Ya ocurrió hace dos temporadas, cuando 15 años y un día y Stockholm, apuestas del Festival, jugaron papeles importantes en la industria -la película de Gracia Querejeta, la gran triunfadora del certamen, llegó a ser la seleccionada por la Academia para representar a España en los Oscar-. Con estos antecedentes podemos decir que, al fin, parece haber cierta sintonía entre el certamen y los órganos rectores de nuestra industria.

Vigar debe seguir imprimiendo un tono más serio y puramente cinematográfico a la cita, pero para ello debe evitar que se cuelen películas como Combustión o Por un puñado de besos, apuestas comerciales pero absolutamente antifestivables. Lo de ser «foto fija del cine español» no debe conllevar programar cosas como ésas, porque un festival debe ser sinónimo de selección, de criba, de ventana de interés y, de alguna manera, sí es el responsable último de la calidad de las películas que proyecta; sobre todo si ya ha llegado a su mayoría de edad y cuenta con una historia detrás que debe respetar. Quizás cuando se potencia la rigurosidad podamos conseguir que películas como La isla mínima, Relatos salvajes o Magical girl, las que marcaron la pauta en el cine (en) español la pasada temporada, no programen sus estrenos de acuerdo con el calendario del Festival de San Sebastián.

Una de cal...

Uno de los grandes obstáculos con que se encuentra el Festival de Málaga es el propio sector al que sirve, el audiovisual español; una industria que no es tal, compuesta por unos profesionales a la gresca entre sí y que prefieren perder el tiempo en acusar al enemigo que en ayudar y reconocer al amigo. Lo hemos visto recientemente con el abandono de Enrique González Macho como presidente de la Academia: en un momento tan complicado para el sector, como señalan tantos y tantos miembros de la comunidad cinematográfica en las entrevistas para promocionar sus productos, sólo se ha presentado una candidatura, la de Antonio Resines, y con frases como «Hacía falta alguien y me ha tocado a mí». Como si fuera las elecciones para presidir la comunidad de vecinos, vaya. No debe de ser fácil para el Festival trabajar con estos mimbres, con una industria en las que las bocas son rápidas pero los hombros son débiles, vagos.

De otro lado, como contrapeso, se encuentra con una ciudad, Málaga, en plena ebullición, cuya cultura ha sido escogida como estrategia para su desarrollo. El Festival fue el gran precedente, la primera macroactividad destinada a utilizar la cultura para vender una imagen de urbe, una marca propia. Años después, aquilatado el plan, con nuevos equipamientos ya a pleno rendimiento -el Centro Pompidou y el Museo Ruso- y, por fin, con una ciudad con contenidos que vender, la propia urbe debe convertirse en el gran aliado del certamen. Lo saben sus responsables, que, afortunadamente, hace años supieron trascender el Teatro Cervantes y llevar sus actividades a múltiples calles, entornos y distritos, como también tienen en mente futuras sinergias entre instituciones y equipamientos.

Se acabó el luto por los recortes: ¡vuelve la fiesta!

Con la irrupción de la crisis económica en el panorama, la pompa y el boato fueron desapareciendo de la agenda del Festival; había que contener el gasto: empezaba a no ser el momento más oportuno para canapear y ofrecer copas gratis a invitados selectos, a organizar esa fiesta de clausura en la que todo malagueño con ínfulas sociales necesitaba estar. Pero ahora parece que el tiempo de estrecheces ha terminado y, como anuncian el Gobierno y los indicadores macroeconómicos, empezamos la recuperación, lo que en términos festivaleros significa que este año se vuelve a organizar la fiesta de clausura del certamen. Y lo hará en una de sus sedes tradicionales, La Concepción. Antes de que empiecen las críticas por la inversión en canapés y el jolgorio VIP: eso sí, la paga uno de los nuevos patrocinadores.

Es un detalle que puede parecer sin importancia pero que revela algo destacable: el Festival ya ha terminado su travesía del desierto, jalonada por los escándalos internos -despidos más o menos procedentes de altos cargos-, las deudas difícilmente asumibles y las quejas de los proveedores -el certamen fue rescatado por las arcas municipales hace unas temporadas-; ahora, por fin, puede quitarse el luto, el traje de la discreción y la austeridad. Ojalá el Festival se contagie un tanto de la etimología de su palabra -fiesta- y recupere ese fulgor, ese brillo, ese color de aquellas ediciones de los años de Salomón Castiel en que todo resultaba más incatalogable -¿se acuerdan de esa intentona de programar películas porno nacionales en un off? ¿De cuando vino Nacho Vidal?-, sorprendente -para bien y para mal- y pujante. Aunque supongo que eso es tan imposible como injusto, como pedirle a un adulto que recupere la virginidad o la capacidad para el asombro.

Entonces y ahora

Qué lejos quedan los años en que se invitaba a los viandantes que pasaban por allí a ocupar las butacas de una proyección -para evitar el vacío absoluto-, o las protestas de tantos actores y gestores culturales locales a las puertas del Teatro Cervantes, en plena alfombra roja, para exigir una porción del pastel de la atención del Festival de Málaga. El certamen, indudablemente, bailó con la más fea, en un momento en que nadie en la ciudad hablaba de la cultura como generadora de euros, como industria. Con paciencia e ingenio, con esas infinitas ganas de agradar a todos, el Festival ha conseguido ser depleistubi: ¿Colas para ver un documental venezolano sobre un niño huérfano? Ya es posible en Málaga -aunque muchas veces se necesite del paraguas del festival: en otro momento la ciudad no manifieste precisamente entusiasmo por el cine off-. ¿Artistas colaborando en un programa previo de actividades, la mayoría sin remuneración y tan contentos? También: se ha conseguido que se sientan parte de algo, aunque habrá que definir ese algo en algún momento.

El Festival de Málaga. Cine Español supuso un sobresaliente revulsivo para una ciudad que se conformaba con ser provincias. De la imaginación, profesionalidad y cierto grado de locura de sus responsables depende que pase de ser una cita respetada, tenida en consideración, a ser una fecha admirada y tomada como ejemplo.