'Hablar'

Dirección y guión: Joaquín Oristrell

Intérpretes: Raúl Arévalo, Juan Diego Botto, Sergio Peris-Mencheta, María Botto, Antonio de la Torre.

Aseguran sus responsables que Hablar «trata de reflexionar sobre el inmenso poder de la palabra». Pues, qué quieren que les diga, a veces el mejor tributo que se le puede rendir a la palabra, el mayor acto de respeto hacia ella y su importancia, no es otro que guardar silencio. Sobre todo, si no se tiene nada importante que decir. Porque para abordar cuestiones sociales y humanas de actualidad con la nula hondura que exhibe aquí Joaquín Oristrell, mejor chitón, la verdad.

No se trata, ni mucho menos, de condenar el uso de arquetipos (los personajes no tienen nombre, aparecen en los créditos como El Gitano, La Sobrecualificada...) pero si éstos no te llevan más que al lugar común y al guiño a lo reconocible, entonces entramos en el terreno de lo fácil y, sobre todo en este caso, del oportunismo. Y es que, a veces, Hablar parece un repaso por titulares de prensa llamativos de los últimos meses, por esas historias de eficacia probada que han engordado, y seguirán haciéndolo, escaletas de programas de debate o seudoinformativos. Sí, aquí aparecen Pablo Iglesias -El Coletas se le llama-; un trasunto de la mujer de Bárcenas, también aquella señora que robó comida una vez para que pudieran comer ella y su hijo... ¡Dios santo, si hasta comparece un alter ego del marido fan del autoerotismo confeso de Chiqui, aquella exconcursante de Gran Hermano! -ya se sabe que el cine español cuando quiere un respiro cómico tira siempre de las pajillas-. Oristrell recicla episodios, comportamientos y declaraciones que nos han movido, conmovido o indignado -el peluquero explotador que incorpora Juan Diego Botto: terrible por lo que dice pero también por lo plano- en nuestra reciente cotidianidad, pero sin buscar algo en la trastienda de las cosas, no. Esto es una lectura literal del aquí y el ahora, no una lectura comprensiva. ¿Crónica urgente del estado de las cosas? Ya, ya...

Y luego está el asunto del dichoso plano secuencia en continuidad, que el señor Oristrell te lo resalta, de manera incomprensible y, en mi opinión, bastante petulante, nada más comenzar la proyección, en los créditos iniciales. Qué triste asistir a una puesta en escena inexistente, en la que la cámara no acompaña a los actores; no, son éstos los que buscan penosamente el objetivo, reduciendo la localización real (el barrio de Lavapiés) a la bidimensionalidad y falsedad de un decorado de cartón piedra. Pero da igual: al final, tras ese epílogo que nos recuerda que lo meta estaba ya en el shakespeariano All the world´s a stage y que revela que Charlie Kaufman le ha terminado haciendo más mal que bien al cine, los actores de la función aplauden y se aplauden. Porque, parece ser, al final se trataba de eso. Y los desdibujados personajes que encarnaron minutos antes quedaron atrás, olvidados porque, en realidad, a nadie, ni a su propio creador, les importaron un pimiento. Silencio.