Es del periodismo cultural uno de sus mejores capitanes. Lleva el Atlántico en sus venas, y desde que escuchó de niño navegar las palabras a su madre se enroló en cualquier nave donde el lenguaje lo fuese todo: el casco, las velas, los cañones, los cabos, el mascarón de proa, la marea, todas las mareas que lo han llevado por el mundo. Unas veces como cronista del mapa de otros; una larga etapa editándoselos, y también escribiendo los suyos propios. Luce Juan Cruz por el viento de los años el cabello blanco de quiénes buscaron al sol, bajo la luna y entre la espuma, el misterio de la imaginación, el peso de los hechos, la voz de las olas, y de un tiempo a esta parte, igual que un lobo de mar, nos cuenta volúmenes de sus travesías, y sobre todo de sus tatuajes. De tinta y piel todos con nombres de mujeres y de hombres de la literatura y de la vida, a quienes les dibuja en "Primeras personas" retratos sujetos a estados de ánimo, a los títulos con los que arribaron al puerto del éxito o conjuraron ese pasado que, entre todos los que tenemos, un día se despierta impreso y a Günter Grass le hiere la sonrisa.

no hay ninguno al que Juan Cruz no haya mirado con ojos de azul en chispa, hurgando como quién no quiere, con la mirada registrando el detalle, y de oído lo que hay entre las palabras. De cada uno habla en presente porque es lo que tiene la memoria de blanco: no hace melancolía de menos, sólo cuenta celebrar la vida, aunque muchos sean ya flores de otro mundo. Sí que hay tierna nostalgia cuando invoca a su madre, después de todo fue el primer mar del que nace. Igual que de la pregunta que ella le enseñó de chico como bandera: "¿Será verdad o cuento?". Puede que su eco se lo devuelve ahora el nieto Oliver cuando él le narre de habitaciones cerradas, de otras en las que se escucha un ajedrez de voces o de un fantasma buscando en las estanterías de la biblioteca el libro en el que reconocerse. Personajes reales y ficción de cómo los narra de los que aprender de su misterio y de su humanidad, y a través de ellos del Juan Cruz que los fue enrolando y haciéndoles marco en su galería de Guermantes de almas, momentos, música, dandis. Al fondo, el teléfono rojo del Cock

no se le ha roto la memoria a Juan Cruz, aunque en estas páginas nos insista en los cristales rotos, y en que algunos los ha juntado como palabras de una metáfora, u otros se le han perdido en las fronteras de sus oficios. Lo que en realidad hace, además de una crónica sentimental en rojo de diferentes épocas de la cultura, es llevarnos de viaje a bordo de trenes, a museos, a hoteles en cuyas barras abarloados aguantaron el canto de sirenas Julio Camba, Octavio Paz, Susan Sontag, Marcela Serrano, Robert de Niro. Y a las casas en las que fue feliz conversando alrededor de una comida o de la sabiduría del editor con su amigo Peter Mayer. Hay veces en las que fue un intruso invisible, mientras es el otro el que debate sobre el dibujo de las palabras con Milton Glaser. Muchos talentos del vivir y de la escritura resuenan en voz y cuerpo entre la troupe en daguerrotipo impreso. Doris Lessing, indiferente a la gloria; Carlos Fuentes "el hombre diez de la literatura" que nunca dejó de contar de amigos, de mujeres y de canciones; Francis Bacon salvando una entrevista de un ataque de asma; Félix Francisco Casanova, el poeta cuya memoria no duerme; Juan Marsé, maestro de corazón montaraz a prueba de todo; Muñoz Molina y su decisiva "Sefarad", su libro más querido. Los Manuel Vicent que hay en Manuel Vicent, Elvira Lindo, Millás, Manuel Rivas, Julio Llamazares, Juan Cueto, el maestro en el ritmo de contar, y siempre Bonald, Caballero. No para de cruzar gente por dentro de este libro. Incluso La Maga se escapa de "Rayuela" y se encuentra con él, camino de otro barco de periodismo en el que volver a enrolar la literatura con la que navega para nuestro conocimiento, y su disfrute.