La grandeza de Ian McEwan está en presentarnos un escenario narrativo donde la ficción ahonda y cuestiona sobre dilemas sociales y científicos de gran calado y lo hace con verosimilitud, siendo convincente y totalmente creíble.

En su último trabajo, Máquinas como yoy gente como nosotros, y que tiene la magnificencia del sello editorial de Anagrama, el escenario es Londres durante la década de 1980, pero donde McEwan ha alterado los elementos del escenario y ha trastocado la historia para reconvenirla a sus intereses narrativos. Gran Bretaña ha perdido la Guerra de las Malvinas frente a Argentina y la primera ministra Margaret Thatcher tiene graves problemas para mantener el poder acosada por una izquierda popular desenfrenada. El científico Alan Turing, padre de la ciencia de la computación y de la inteligencia artificial, sigue vivo y esto ha permitido que sus investigaciones hayan avanzado más allá de lo imaginable. Las calles están llenas de autos sin conductor y unos robots de aspecto humano llamados adanes y evas acaban de llegar al mercado. E incluso los Beatles «se han reagrupado recientemente después de 12 años de diferencias».

McEwan va a dibujar un triángulo amoroso e insólito formado por Charlie, un joven de 32 años, entusiasta de la inteligencia artificial, que ha dilapidado gran parte de su pequeña fortuna en operaciones económicas ruinosas y poco claras. Con los restos de su naufragio económico decide comprar por 86.000 libras a Adam, un robot, que forma uno de los picos del triángulo. El trío lo cierra Miranda, la vecina de arriba de Charlie, joven y hermosa, estudiante de doctorado de historia social, que en un principio forma dúo amoroso con Charlie.

De esta manera, muy pronto, se produce una especie de triángulo amoroso, que comienza de manera agradable antes de tomar un giro cuando el robot decide cortejar a Miranda, que no le hace ascos, lo que produce los celos dislocados de Charlie.

En Máquinas como yo, McEwan no plantea solo un triángulo amoroso extravagante entre dos seres humanos y un robot. El ajetreado complot de McEwan crea en cada giro de la trama una nueva capa de complicación al incorporar también un niño no deseado, un secreto mal guardado del pasado de Miranda que es descubierto por el robot que lo utiliza contra ella, una amenaza de muerte y una búsqueda de justicia. Con el tiempo, la despiadada racionalidad de Adam y la búsqueda constante de la verdad amenazan la visión de felicidad futura de Charlie y Miranda.

Máquinas como yo es mucho más que una historia sobre un triángulo amoroso entre dos personas y un robot. Es un debate sobre la mente y la conciencia, que plantea preguntas fascinantes sobre antropología, sociedad, de forma metódica y racional.

McEwan se ha comprometido con la ciencia anteriormente, especialmente la neurocirugía en Sábado y la física y el cambio climático en Solar. También ha cuestionado a la sociedad sobre la supremacía de la ética o la vida en La ley de menor. Como en esas historias anteriores, Máquinas como yo cuenta una historia consistente y convincente, a la vez que proporciona una reflexión sobre quiénes somos, qué sentimos, qué construimos y en qué nos podemos convertir.

En el dilema encuentra siempre Ian McEwan el motor de su gran ficción literaria. La presencia de dos caminos, ambos complejos; ambos peligrosos y liberadores a la vez; ambos rabiosamente humanos y refugiados en la epidermis más sensible de cada cual, conspiran para hacerse con el cerebro o el corazón del diletante; con su razón o su moral. La tensión que McEwan sabe arrojar sobre la resolución de ambos dilemas, la fuerza equidistante que sabe dar a ambos conflictos, la habilidad con que mueve sus hilos y, sobre todo, la verosimilitud, sin falsas retóricas, con que muestra las tripas de cada asunto, hacen de esta novela un trabajo excepcional, propio de la madurez literaria que ha alcanzado McEwan.