Escribir es un viaje con destino en el que importa sobre todo el recorrido, el paisaje que se construye, los dos mundos por los que el lector transita, experimenta, siente, sale de sí mismo y se acomoda dentro de una historia. Igual que la que comienza a la hora del alba, 'Prontos, listos, ya', y sobre la que Inés Bortagaray despliega una escritura eléctrica de frases con nervio que miran por la ventanilla del coche que conduce un padre, mientas la narración respira al ritmo del viaje, a la velocidad del coche, caleidoscópica la mirada que cuenta y lo que se nos cuenta acerca de los tripulantes del rumbo a no importa qué parte del verano, y de los muertos que la mente traviesa de tiempos de la narradora imagina en accidentes, preguntándose si unos y otros cruzan de mundo o de página atravesando la puerta giratoria de un Banco, de un estudio de radio, del mar que da al color de la tarde o son las de un sueño a bordo de un auto que se mueve entre nuestras manos, sin que notemos las curvas y en ningún momento se pone empinada exigiéndonos meter primera en la lectura.

Inés Bortagaray para quien la literatura es un acto de imaginación, embraga discurso en corto, cambia la marcha de los personajes, nos conduce por los kilómetros de una familia sobre la que va contando postes de carretera, como si fuese cada uno una reflexión, una imagen, estaciones de servicio de los recuerdos, la posibilidad de un juego en vertical del Mikado y el paisaje interior de fondo, la misma familia en una fotografía, sus vidas que se van llenando de viaje. Nos narra ella o la narradora que hace de ella mientras el padre maneja y se suceden impresiones, idas, relámpagos, voces, lamentos, favores, preguntas, las mascotas, los insultos, el peligro de marearse y de repente el viento entrando de lado y al lector le da en la cara, lo despeina, le hace interrogarse desde dentro hacia fuera acerca de sus propios veranos, de sus pequeñas felicidades, de sus días insoportables, sobre la esposa de su jefe, qué lugar ocupaba en el asiento del viaje o la llegada a una ciudad nueva en la que la vida y la muerte tienen la misma rendija abierta, por la que entra sin sobresaltos la mirada descalza que siempre es la escritura a la que ponerle zapatos, pongamos la literatura.

'Prontos, listos, ya' es el nuevo libro, aunque su primera aparición en chico fuese en 2006, de la uruguaya que construye de las películas sus narraciones, como 'Mi amiga del parque', Premio Especial del Jurado en el Festival de Sundance de 2016, y que en su relatos pespunta ecos de Ana Gavalda, de Muriel Barbery, de Natalia Ginzburg, y en especial del magistral Cortázar de 'La autopista del sur', cuyo homenaje es evidente en el periplo de este familia de cuatro hermanos, tres ellas y un él, detrás de los padres que miran al horizonte y dejan que el tiempo no pase o sea distinto entre los hijos que también somos nosotros. Igual que su intimidad se deshoja entre nuestras manos, y el relato va creciendo conforme avanza, como si la escritura de Inés Bortagaray igualmente se hubiese ido de viaje.

Hay una segunda parte en este libro que en realidad es otro libro y en cierto modo la primera: 'Ahora tendré que matarte' de 2001 repleto de pequeños relatos donde la metáfora de la infancia de 'Prontos, listos, ya' es una voz madura que conversa con todo lo cotidiano, sin renunciar a la ternura, a la inocencia, pero también con cierto desencanto desde el tiempo que ha pasado de todos los descubrimientos y lo que ya se sabe. Vuelve a tener el relámpago lírico del viaje y a la feminidad protagonista que organiza las pequeñas historias igual que si fuesen cromos. Un padre veterinario; las bolitas de la cera; la cazadora de insectos; la lluvia de los jueves; la telenovela de Paquita Gallego; los sueños que se recuerdan completos; la muñeca de la pequeña Ágata.

Micro mundos en los que Inés Bortagaray nos refleja y nos regala dos peceras en cuya boca no flota ningún pez blanco ni una violeta muerta.