Si los hombres buenos pueden «calibrarse» de alguna forma, sirvan de medición las 3.500 firmas pidiendo que el Ayuntamiento le dedique una calle al oftalmólogo Fernando Orellana o su misa funeral en la Victoria en 2006, con gente en la calle sin poder entrar en la atiborrada basílica.

Fernando Orellana ha sido uno de los médicos más queridos de Málaga, además de haberse convertido en un verbo («voy a Orellana») cuando la gente acudía a su consulta, durante medio siglo en la calle Larios y a partir de 1999 en Méndez Núñez, 9, donde sigue Fernando, su hijo mayor.

Nació en la calle Strachan en 1924 y era hijo de jiennenses. Su padre comenzó con una tienda de ultramarinos en la calle Martínez pero luego estudió Derecho en dos años y medio y se convirtió en secretario judicial. La rama jurídica continuaría con otro hijo, el conocido abogado Federico Orellana, hermano del oftalmólogo.

Fernando Orellana fue alumno de buenas notas, después de pasar por los Maristas estuvo en la academia general de la calle Victoria, un instituto del que fue nombrado el mejor alumno con un título honorífico de la época: el de canciller general.

La vocación por la Medicina del joven malagueño fue temprana y cuando se fue a estudiar a Granada, recordaba un compañero, no le frenaba ni la pobre luz de su cuarto: bajaba a la calle y seguía estudiando bajo la luz de gas de las farolas.

Terminó la carrera en 5 años y luego quiso hacer la especialidad de Oftalmología, dos años en el Instituto Oftálmico de Madrid, donde recibió los elogios del oftalmólogo más famoso de la época junto con Barraquer: Ramón Castroviejo.

El siguiente paso fue abrir una consulta en el número 5 de la calle Larios, un local alquilado en el que no escatimó medios, con aparatos importados de Alemania.

«Profesionalmente, él estuvo estudiando hasta el final, pasó consulta un día antes de morir y uno de los aparatos que estoy usando lo había comprado unos días antes, él decía que tenía esa obligación moral de estar al día con los pacientes», comenta su hijo Fernando.

Esta formación, unida a un trato exquisito (que muchas veces incluía el tratamiento gratuito a personas sin recursos), le convirtió en uno de los oftalmólogos más populares de Andalucía, un dato este que su profunda humildad le habría impedido aceptar en vida. Pero el caso es que los pacientes llegaban de toda Andalucía y del norte de Marruecos, y como recuerda su primogénito con una sonrisa: «En la casa en Navidad, cuando éramos pequeños nos encontrábamos con más de una docena de gallos y pavos vivos en casa, regalo de los pacientes, la gente es muy agradecida».

El oftalmólogo había contraído matrimonio en 1952 con su novia de toda la vida, Trinidad Ramos Güerbós, nieta de Enrique Ramos Marín, que da nombre a una calle. Después de poco tiempo en la calle Martínez, la pareja se trasladó a vivir a la calle Cárcer y tendría 9 hijos. En 2002 tuvieron la satisfacción de celebrar las bodas de oro.

Además de la consulta, Fernando Orellana Toledano trabajó en el Hospital Civil, en Carlos Haya, el ambulatorio de la calle Córdoba y el Puerto de Málaga, donde atendía a los descargadores del muelle. Y no se pueden olvidar aquí sus operaciones, durante medio siglo, en el Hospital Gálvez. Lo que sus pacientes destacan de él, aparte de su cordialidad y sencillez, era su disposición a atenderlos en cualquier momento, ya fuera un 1 de enero a las 9 de la mañana o un domingo.

Este trabajador incansable, amante de la música clásica y la zarzuela, tuvo la satisfacción de ver cómo tres de sus hijos (Rosa, Fernando y Encarnación) hicieron la carrera de Medicina y los dos últimos se hicieron oftalmólogos.

Atrás quedaron 57 años de vocación, de operaciones, consultas, de trabajo, como tesorero en los años 60, en el Colegio de Médicos o en la Academia Malagueña de Ciencias, de la que era académico emérito.

Había comenzado tratando a esos malagueños de la posguerra con problemas en el nervio óptico por falta de alimentación y vio cómo esta patología desaparecía y daba paso a otras y a técnicas más sofisticadas. Dejó escrito que no quería esquela en el periódico «para no molestar a la gente» y que tuviera que ir a su entierro. Y sin embargo, tuvo una de las despedidas más sentidas y numerosas que se recuerdan porque fue un oftalmólogo que siempre miró al corazón de las personas.