ue antes de los veleros y de las cámaras de bolsillo. Un rumor blanco recorría las comisuras del puerto; los pasos, primero sigilosos, luego desinhibidos, cigarrillos armados mientras se deshacen los últimos chorros de oscuridad en el horizonte. Aquella madrugada fue casi de dulzura infantil, decenas de periodistas, de curiosos, arracimados frente al mar en espera del desembarco de los dos nobles, Onassis y Churchill, con su habitual promesa de oro.

Era septiembre de 1958, el verano se jalaba a sí mismo en su prolongación templada. El anuncio de la visita corría por toda la ciudad, salido como un arroyuelo desde el centro de las redacciones. La Costa del Sol se preparaba para lo que significó su Bienvenido Mr. Marshall, con un giro de timón discreto, despanzurrado.

Onassis y Churchill le dieron el plante a la provincia. Quizá por el murmullo que cloqueaba tierra adentro, donde ya había apuestas sobre la hora de llegada. Puede, sin embargo, que fuera algo mucho más sencillo e ingenuo; el millonario y el Nobel fondearon lejos del puerto y entre las conjeturas también está la más saludable; la de la permanencia voluntaria en cubierta, con la torre cuarteada de la catedral mirando desde lejos.

El anclaje y la decepción. La historia oficial dice que no llegaron a la provincia, aunque nadie puede asegurar que no dieran esquinazo a la recepción y aparecieran, de incógnito, en algún punto de la Costa. El político sin su bombín, con gafas de sol y camisa de verano; el magnate con barba, señalando en un bancal de arena de Mijas o de Manilva hacia las sardinas metidas en ascuas. Lo único es que a las diez de la mañana el público y los reporteros empezaron a desesperar; no fue hasta las diez y media cuando el Cristina de Onassis se dibujó al fondo de la pantalla del Mediterráneo; el barco que daba la impresión de agigantarse y reducirse al mismo tiempo, zarandeado por un movimiento que no acababa de definirse. La decepción se extendía en la boca del puerto; poco después ya no había duda, el yate de las divisas, de los reyes de turno, estaba anclado, congelado, detenido. Hubo, incluso, quien sugirió la posibilidad de navegar hasta el Cristina, al más puro estilo pirata. El oro quieto como el sol, encima del barco, del agua.

De sirens y peces gordos. La sombra españolísima de Bienvenido Mr. Marshall, de pie sobre el grupo, hasta que llegó otro barco, mucho más modesto, el de unos pescadores que juraban haber visto una lancha descender de la máquina del millonario. No les faltaba razón. Justo en el momento en el que la prensa comenzaba a titubear, una comitiva se echaba al agua en su carroza marítima, los flashes estaban erguidos, las libretas en alto. Todo el mundo buscaba la silueta impecable del estratega, el cogote de purpurina de Onassis, pero ni rastro de los peces gordos. Solo sirenas, algunas de ellas veteranas.

La alabanza de la primera dama. En la lancha viajaban las mujeres de Churchill y Onassis, acompañadas del secretario del político y de un matrimonio. Las dos señoras gráciles y elegantes, la una anciana, la otra canónicamente rubia, tomando un taxi hacia el Centro mientras sus parejas se doraban el talle a pocos kilómetros de la playa. Fueron directamente a la Catedral, que inspeccionaron como si se tratara de un documento de Estado, se habla de la antigua primera dama frente a las obras de Pedro de Mena, elogiando sin reparo la colección de pinturas y retablos. Después pusieron rumbo a la Alcazaba y Gibralfaro, donde quizá pudieron divisar el yate resoplando en la costa.

La discreta huida de los famosos. La expedición del Cristina aún tuvo tiempo de recorrer en taxi la Costa del Sol, el mismo escenario que sería testigo de los amoríos del propio Onassis con María Callas. Las mujeres con su rumor de alharacas en Torremolinos, los caballeros con parsimonia marítima, acaso hundiendo en copas de cristal los secretos de la política y de las finanzas. En el puerto se dispersaba el comité. Los más rezagados contemplaban el yate esta vez en movimiento, aunque de retirada. Cerca de la medianoche Marshall dio la vuelta sin necesidad de esconderse tras los cristales encriptados; el día convertido en una marca de agua.