Escribiendo las memorias de mi amigo Plinio, centurión de Augusto en la región de Judea y ahora destinado en su cárcel de oro, como él la llama, de Malaca, siempre para de relatarme sus vivencias cuando se acuerda del extraño suceso que vivió hace un par de lustros. Hecho este que le acarreó su destino alejado de la acción, porque Plinio era un hombre de armas y no de palabras.

Sus ojos tornan al horizonte. Susurra entre dientes siempre la misma palabra, esa mujer, esa mujer. Plinio combatía en las fronteras del imperio bajo la paz romana y cuenta que en Jerusalén lo pasó más mal que guerreando con bárbaros del norte. Detestaba profundamente sus fiestas religiosas por la de tumultos y trabajo extra que conllevaban.

Allí estaba ella, con una belleza serena, enlutada, con una pena que estremecía. Por un momento le vino a la mente su madre consolándole después de caerse al suelo siendo un chiquillo en su villa de Velletri. Acostumbrado a la miseria del hombre, puesto que la muerte formaba parte de su trabajo, veía en la resignación de esa mujer, una fuerza interior que lo humillaba haciendo bajar sus ojos al suelo ante tal injusticia.

En las horas que sucedieron a la larga caminata y antes de que las tinieblas oscurecieran el día, a la lejanía, porque no se atrevía a acercarse, sólo contemplaba la firmeza de la mujer enlutada, dando fuerzas y cariño a los demás, mientras su hijo expiraba. Cuando se movió la tierra se agarró a su yermo y la contempló por penúltima vez, recostada agarrando el cuerpo de su hijo y con la dulzura de una madre a un recién nacido, le limpiaba la sangre derramada.

Lo que pasó en ese sepulcro fue el motivo de su destierro, estaba al mando de la vigilancia y el procurador no atendió a sus razones. Antes de marchar a la galera, se cruzó con aquella mujer y la detuvo, en su mirada resplandecía una llama viva, se atrevió a decirle unas escuetas palabras: ¿Por qué? Y ella le contestó: Ten Fe.