Las tejas sonaban al apilarse con eco de castañuelas. En la mesa de madera, un plano sofisticadísimo, de los que parecen dibujos de Escher. El arquitecto con cara de albarán, el lápiz resguardado en la oreja. Y John Davis Lodge, con una taza de café, mirando a lo lejos, quizá sin evitar que cuajaran sobre el porche, tozudamente marbellí, las sombras antiguas de los coyotes, las barbacoas y las limonadas benéficas. El embajador acababa de cambiar Connecticut y Nueva York por la Costa del Sol. Y, además, con pasmo, sin la brega de la nostalgia, enamorado de la lentitud del mar, de los naranjos, de la tortilla de patatas.

Sobre el verde de la parcela, como un gigante que se despereza, la mansión iba espigándose. Lodge, el primer diplomático que los Estados Unidos le ponían a Franco después del veto, podría haberse levantado una casa donde quisiera. El régimen, ávido de salir del aislamiento, le habría permitido hasta zamparse un hamburguesa en el altar e instalar a sus lebreles en el Alcázar de Toledo. Pero eligió Marbella. Incluso después de que su país le diera nuevos destinos, con su mujer retorciendo las vocales, al lado de la finca de vacaciones de la Duquesa de Alba.

Era John Davis Lodge un embajador de los que surgían de la chistera del cine negro, con perfil de galán, licenciatura en Harvard, carrera militar. Y el demonio de la poesía, en horas regladas, sacudiéndole el genio. Descendiente de senadores y de artistas, ducho en idiomas, el político se había hecho famoso como actor en un acto de rebeldía que casi mata del disgusto a la familia, que no entendía que abandonara su prometedora y laureada carrera de Derecho para hacer el saltimbanqui; aunque fuera con garbo, rodando con Georges Cukor y llegando a compartir guión con Marlene Dietrich y Shirley Temple. Más tarde llegaría la Segunda Guerra Mundial, en la que sería condecorado por su labor estratégica de enlace con las tropas francesas. Y de ahí a convertirse en uno de los primeros artistas de la historia que llegaba a congresista y posteriormente a gobernador de Connecticut.

Fue Einsenhower quien, al término de este último mandato, lo reclutó para la oscura tarea de recomponer las relaciones con España. Desde el primer momento, Lodge, que edificó su casa en Marbella como una arrebatada declaración de amor a la tierra, mostró su predilección por la Costa del Sol. En los cincuenta, cada vez que iba a despachar a Estados Unidos, se hacía una ruta que incluía el vuelo hasta Sevilla y el viaje en coche hasta el puerto de Algeciras, donde solía embarcarse en transatlánticos como el Constitution.

Durante décadas, el diplomático se aficionó a pasar largas temporadas en la provincia, donde su mujer, la bailarina y mecenas Francesca Braggiotti, había encontrado la horma para sus inquietudes filantrópicas. En más de una ocasión, ambos llegaban a Málaga con las maletas cargadas de instrumental quirúrgico y el propósito de levantar un hospital en la Costa del Sol. La esposa del embajador rumiando proyectos solidarios, con los niños del escudo de Alba chapoteando en calidad de invitados en la piscina de Marbella.

En esa casa, diseñada nada menos que por Robert Mosher, el brillante discípulo de Frank Lloyd Writght, los Lodge transformaron Marbella en una sucursal estadounidense. Fueron muchos los personajes de la época que circularon por la mansión, la mayoría compatriotas americanos, pero también diplomáticos como el marqués Merry del Val, que murió de un infarto mientras descansaba en una de las habitaciones.

La ligazón de la familia con la provincia trascendió incluso a la figura de patriarca. A su muerte, en 1985, Francesca decidió mudarse a Marbella, ejerciendo de emblema de la colonia americana hasta su muerte, también en la Costa del Sol. La hija del matrimonio, Beatriz, casada con Antonio de Oyarzábal, embajador español en Estados Unidos, retomaría la tradición de pasar el tiempo en una tierra ya para siempre confundida en el hilo de su sangre. Rumor de jazmines, cañaverales y dólares. El pequeño Washington de Andalucía, a apenas unos metros del encantamiento del boquerón y del chanquete.