Al Marqués de Villaverde aquello debió de tocarle seriamente el corazón. Tanto como para mandar a uno de sus mozos de montería a agarrarle de los borceguíes y evitar que se pusiera a hacer la tórtola y echase a volar. Para uno de esos médicos que aparecen de vez en cuando para dedicarse al puro y al franquismo, estar al lado de una eminencia de la medicina tenía que significar lo mismo que ir a las discotecas y acabar de mozo de espadas de una estrella del claqué. Una quimera rara, de manteles estampados, brotada en algún punto intermedio entre la indiferencia política y el aire de piélago definitivamente aparte que empezaba a distinguir a la Costa del Sol.

Pocas veces el yerno de Franco sacó tanto lustre de una visita, y, además, con tan poco coste, más allá del consabido celo churrigueresco con el que la gente del Palacio del Pardo solía poner su circo a la luz. En 1967, el Ayuntamiento de Marbella había enviado un telegrama al doctor Christiaan Barnard para comunicarle que había ganado el premio a la personalidad del año, uno de esos galardones que se inventó la ciudad a escala interplanetaria para hacer ver que si en esa época de Madrid se iba al cielo de la Costa del Sol se obtenía pasaje directamente para Orión. Y, sorprendentemente, el galeno, que entonces era una especie de celebrity, con capacidad incluso de seducir a las grandes de Hollywood cuando se quitaba el olor a quirófano y el bisturí, no tardó en contestar, aceptando viajar a la provincia sin vacilación.

Dos años después de aquello, en el verano de 1969, Barnard cumplió su promesa y se presentó en Marbella. Además, agarrando a uno de sus pacientes a los que la prensa pensaba trasplantado de corazón pero cuyo nombre no coincidía con los que ingresaron en los anales de la ciencia. La historia la cuenta Rafael de Loma en su fantástico y recién aparecido La aventura del sol, en el que narra cómo el cardiólogo se puso en Marbella a la derecha del marqués, dejando las cosas del corazón y de la mente a la izquierda y tolerando el agasajo de un régimen tan embrutecido como salvaje. Durante su visita, Barnard, ajeno a todo menos a su genialidad, participó como estrella en el simposio de la disciplina que se había organizado en la Costa del Sol, con el yernísimo revoloteando todo el tiempo a su lado, sin dejarle ni un resquicio para divisar las miserias que se cocinaban en el país. Al médico se le rindió pleitesía hasta lo indecible, con gran bombo en la prensa y un programa de mano que incluyó hasta un espectáculo flamenco y la suelta de vaquillas en la venta Torreblanca del Sol.

A Barnard se le vio en todo momento entretenidísimo, con el capote y la bailaora en la mano, permitiendo al buen marqués que le robara tiempo de conversación con prestigiosos colegas para darle la paliza con sus ideas visionarias. De una de ellas, incluso le convenció: hasta el punto de ofrecerse a asesorar el primer hospital de lujo dedicado al turismo que se ponía en marcha en España, el hotel Incosol, que fue inaugurado en 1973 para acabar convirtiéndose en una de las grandes clínicas de adelgazamiento de Marbella para la gente chic.

En la cena que se le rindió como homenaje, el médico tuvo que asistir, probablemente con los ojos desencajados, al fallo del premio de la siguiente edición, que reconocía, con firma del marqués incluida, a los cosmonautas (sic) que viajaban a la luna -para qué tanto Fary y personaje local, con ambición, Manolo, con ambición, debieron decirse los del turismo-. De aquel encuentro, rareza sobre rareza, nació una amistad a tres bandas entre el yernísimo, Marbella y el cardiólogo, que tuvo continuidad durante la década siguiente, ya sin tanta alharaca y con Barnard más preocupado por descansar que por cantar las lindezas de España y de la Costa del Sol.

La relación del científico con el país cobraría más tarde tintes de episodio nacional con la muerte de Franco, cuando se especuló que su participación en una montería con el marqués respondía a un tratamiento en secreto de la enfermedad del caudillo, que en ese momento se apagaba en el más estricto silencio oficial. Si vio o no al dictador gallego es un misterio que los chupópteros del búnker se llevaron a la tumba, pero lo que sí se sabe es que anduvo otra vez a las marquesadas, cazando con su señora, sabiéndose para siempre en la historia de la ciencia, como Marie Curie o Claude Bernard.

De las faldas del corazón

La meteórica carrera del médico sudafricano estuvo lastrada en su prestigio por su no menos envidiable currículum amatorio, que incluyó a grandes bellezas y actrices de Hollywood. En sus visitas a la Costa del Sol acudió casi siempre con su segunda esposa, una multimillonaria alemana 28 años más joven que él. Algunos cronistas consideran que sus enredos le privaron de ganar el Nobel. Barnard fue un hombre, sobre todo, de ciencia, alejado del ruido de la política. En la foto, el galeno (izquierda) entrevistado por el periodista argentino Julio Lagos (http://www.radiolagos.com.ar).