Su música se convirtió en Torremolinos en una de esas excusas con las que a veces se arma para ponerse pícaro el atardecer. Un ritmo apaciguado, poco resistente al tiempo que llega después de la nostalgia, pero, sin embargo, perfectamente curtido para cubrir una experiencia que en muchos casos se impone como un océano infranqueable de incomprensión: el que separa a los veraneantes españoles borrachos de los veraneantes borrachos con acento inglés. De Paul Young, incluso los más castizos, pueden intuir todavía algo si ponen la oreja en las puertas de la piscina de un hotel. Sobre todo, si se celebra una boda, que es el campo donde la voz del británico se niega furibundamente a envejecer; allí sus canciones son apedreadas y cantadas por sus compatriotas como si fueran himnos de la Premier. En muchas ocasiones, sin reparar siquiera en esa doble puerta cósmica que es para los británicos la costa y Paul Young para la costa y para la gente de su país, con la posibilidad siempre intacta de escuchar al artista y verle un minuto más tarde a cientos de kilómetros de Londres y paseando en bañador. A veces, hasta transformado en otra cosa, como cuando le dio por escribir y venirse a cocinar a Fuengirola. Y no precisamente al estilo de Walter White, sino con mariscos y aceites, de riguroso delantal.

A más de un malagueño le habría costado reconocer a un artista mundialmente famoso en ese hombre afable, inequívocamente isleño y con pelo todavía enfático, quizá un poco de castor. A diferencia de su amigo Brian May o de McCartney, Paul Young no es un músico al que se pueda identificar en Málaga con demasiada inmediatez. Y menos fuera de su campo asociativo, que tiene muy poco que ver con la feria de las chanclas y las horas bajo el sol. Con el cantante se necesita un poco de melaza evocadora, acaso un tarareo. Especialmente, si se han vivido los ochenta, que era cuando encabezaba las listas de ventas de medio mundo y gozaba de una popularidad ni tan siquiera escatimada por la prensa española del corazón, que no sólo se atrevía a citarle, sino que hasta escribía su nombre con relativo aseo y corrección. Paul Young fue mucho más que un reflejo en la Costa del Sol. Con visitas constantes que no llegaron a declinar ni en el ocaso de su fama, aceptado con deportividad y con un salto de categoría que para él significó pasar de ser el intérprete de referencia a una vieja gloria. Un poco parecido, aunque con un mar de ventas de distancia, a lo que sucedió con la generación de los Nino Bravo o los Francisco en nuestro país.

En sus primeras estancias, sin embargo, el artista estaba en plena cumbre de la popularidad. Su exitoso Every time you go away se escuchaba en todas partes. Y los periódicos hablaban de él con el mismo respeto de leyenda que revestía en su día a Elvis o a The Who. «Están veraneando en la provincia tres de los grandes internacionales: Mark Knopfler, Ringo Starr y Paul Young», llegaría a escribir en su página de variedades un diario de la época. Lo que saltaba menos a la vista eran las motivaciones, que en el artista iban más allá del simple gusto por los lugares de moda y la satisfacción de ser reconocido como un integrante más de la enjabonada jet-set; Paul Young venía porque tenía muchas cuentas pendientes con la provincia. Incluso, de índole política, con la suegra retirada y felizmente acomodada además en la Costa del Sol.

Hace poco más de una década, se supo además que el cantante de Luton no ejerció nunca de guiri canónico. O al menos no con tanto ímpetu como para centrarse en sus costumbres y aislarse de su alrededor. En sus viajes a Málaga, el cantante desarrolló mucha curiosidad por España. Y se pegó un atracón de vida andaluza. Sobre todo, de manera literal, con constantes diálogos con la despensa de restaurantes y chiringuitos. El espeto, la paella, se hicieron parte de su vocabulario predilecto. Hasta el punto de que acabaron formando parte de su libro de recetas, que surgió para sorpresa del público internacional a partir de su interés por aparecer como estrella invitada en los programas gastronómicos más importantes de su país. Cuesta imaginar que el hombre que cantó Radio Ga Ga en el histórico concierto de despedida a Freddy Mercury se dedicara a pensar en el kilo de arroz por persona en los hoteles de la Costa del Sol. Su comparecencia más exótica, la del Club La Costa World, de Fuengirola, adonde acudió para deleitar a sus admiradores con una selecta degustación.

En su calidad de turista ejemplar, el cantante no se ha olvidado de estrechar los lazos con la comunidad de residentes de la provincia. En 2001, sin ir más lejos, actuó en el Don Carlos de Marbella para ayudar a vecinos ingleses y españoles a financiar un centro de menores en San Roque. Así sonaba y suena Paul Young en la Costa del Sol. Con timbre salado de gazpacho, amabilidad y eco de sus grandes éxitos. Y mientras los reporteros con sangre rosa buscando a Boyer y a la Preysler. Que ni siquiera fueron Número Uno en Estados Unidos ni rivalizaron con Simply Red.