Tengo una prima en Alicante que, cada vez que viene a Málaga, flipa. Es así. Ya sea paseando por la calle Larios, tomando una copa en los Baños del Carmen o en la calle Alcazabilla, está enamorada de la que Aleixandre definió como Ciudad del Paraíso. No la culpo. A mí me encanta esa cara de nuestra urbe, la de los cuatro museos por metro cuadrado, la de la cultura, la de las conferencias y los talleres, la que grita «vivan los emprendedores y juégate tu dinero para que te deslomes pagando el autónomo y el IVA», y la de las mesas ocupando media calle y la de los hoteles imposibles en sitios a los que los malagueños de a pie jamás van a poder aspirar, aunque sea, ya lo sé, la única forma que tenemos por aquí de generar empleo precario, que es nuestro sino eterno. En fin, me mola la Málaga que se ha construido en los últimos veinte años, con su corazón peatonalizado y ese puerto perfecto para que atraquen los cruceros de mayor calado del mundo, y ese árbol de Navidad kilométrico y el espectáculo de luces envidia de toda Andalucía. Todo eso está muy bien.

Luego, está la cara B, esa a la que sólo miramos de vez en cuando y a la que no hacemos caso. Hablo de las dieciséis horas de cola que algunos pasaron desde la medianoche del día 23 de diciembre hasta las cuatro de la tarde del 24 en el comedor que Los Ángeles Malagueños de la Noche tienen en la calle Fuentecilla. Los primeros de la fila habían cogido su lugar horas antes de que comenzara el reparto solidario de menús y alimentos no perecederos. Huelga decir que la labor de esta ONG, como la de tantas otras, es encomiable. Paliar el hambre es uno de los derechos inalienables del ser humano.

En esa fila, no sólo había personas sin hogar. Hoy, la pobreza ha mutado, se ha metamorfoseado, y en esa fila, según los testimonios, había madres solteras de muy corta edad, parados de larga duración con muchos hijos a su cargo que no podían permitirse una cena como la del resto de sus conciudadanos, hombres y mujeres con enfermos dependientes a su cargo a los que no les llega con la ayuda, gente que ya ha agotado las subvenciones, el desempleo y todos los asideros que tenían para seguir comiendo, o matrimonios que, agobiados con la hipoteca, no podían hacer otra cosa que colocarse en esa cola para pasar una Nochebuena más o menos digna. Muchos de ellos repetían que jamás pensaron verse así, que nunca lo habrían supuesto y que varios golpes de mala suerte los colocaron en esa situación. Esa cola es indigna, no porque las que la formaran no tuvieran dignidad, válgame Dios, sino porque esa fila es la de la nuestra vergüenza colectiva como ciudad, un fracaso conjunto que ha precipitado la crisis financiera y la poca vergüenza de unos cuantos que se lucraron con cláusulas suelo, participaciones preferentes o robando a manos llenas en ayuntamientos de todo el país. Ahora se habla de pobreza energética y de los planes que el Gobierno va a poner en marcha para que España vaya bien, de lo que se escucha hablar es de empleo y de un plan nacional contra la pobreza. Podríamos empezar en Málaga. Sospecho que esa cola no le habría gustado nada a mi prima de Alicante.