Los turistas que vienen cada año a España -en 2017, según fuentes oficiales, 82 millones- traen en la agenda, entre otras recomendaciones, comer paella; los que vienen a Málaga por vía aérea, más de 18 millones en el mismo periodo, agregan a la agenda gastronómica los espetos de sardinas.

¿Cuántos miles de kilos de sardinas consumen los turistas extranjeros y españoles durante su estancia en Málaga? A esta pregunta hay que sumar otra: ¿Se pescan en los 165 kilómetros del litoral malagueño la cantidad de sardinas suficientes para satisfacer la demanda?

Cuando me formulé esta segunda pregunta recordé que hace muchos años, los conserveros gallegos, al descubrir que las capturas de esta especie habían descendido en las costas gallegas hasta el punto de no poder mantener sus instalaciones, optaron por adquirir en Málaga el producto estrella de sus negocios porque nuestro puerto en aquellos años ocupaba uno de los primeros lugares de España en desembarque de pescados.

Los industriales gallegos decidieron comprar sardinas en Málaga y por vía férrea llevar la mercancía a las fábricas ubicadas en Vigo y otros puntos de la geografía de la región, hoy comunidad autónoma.

La lentitud y coste del transporte a mil kilómetros de distancia les empujó a cambiar el medio. Recurrieron a la vía marítima. Adquiridas las sardinas en la lonja malacitana, se embarcaban en barcos fletados para tal fin. La solución tampoco fue satisfactoria: el tiempo (el empleado en el viaje) y coste agregado al precio del producto adquirido en Málaga encarecía la mercancía hasta el punto de no hacerlo rentable.

Al final, seguramente se pusieron de acuerdo los conserveros, tomaron la decisión más segura y menos costosa.

El acuerdo de los trece industriales fue instalarse en Málaga, concretamente en la zona del Perchel, donde tradicionalmente existía personal especializado en el manejo del pescado. No puedo confirmarlo porque mi memoria tiene un límite. En el año en que ocurrían estos hechos, en Málaga solo había una conservera de sardinas, Santa Rosa.

La llegada de los gallegos repercutió favorablemente en Málaga, con índices de paro muy elevados; bueno, ahora pasa lo mismo. Preferentemente personal femenino encontró donde trabajar. Yo no visité ninguna de las fábricas de sardinas de Málaga porque todavía estaba lejos de iniciarme en la profesión. Pero sí conocí su existencia través de dos periodistas amigos que estuvieron invitados a visitar las fábricas, y comprobar cómo se preparaba el pescado para su posterior enlatado.

En las hemerotecas seguro que se podrán encontrar referencias a la instalación en Málaga de varias fábricas de pescados y salazones.

De lo que sí me acuerdo muy bien fue de las protestas de vecinos de algunos puntos de la ciudad por el mal olor que emanaba de los espacios destinados al secado de los desperdicios de las fábricas. Lo que no aprovechaba del pescado se acumulaba en espacios abiertos para su secado y posterior molienda.

La harina de pescado se utilizaba como abono y, en algunos casos, para alimentar a los cerdos; este segundo aprovechamiento se abandonó porque los cerdos al consumir tanto producto procedente de distintas especies de pescado, al ser degollados para el consumo de su carne, jamones, chorizos, sangre... transmitían el sabor a pescado. Los jamones sabían a pescado.

Para no basarme solo en la memoria, para asegurarme de lo que recordaba, me puse en contacto con el Centro Oceanográfico de Málaga que ahora está ubicado en Fuengirola y que, según me informaron, retornará a Málaga capital de donde nunca debió salir.

Desde que se creó hasta su traslado a Fuengirola estuvo en el Paseo de la Farola. Nada menos que desde 1911.

Las dos preguntas clave en relación con la llegada y posterior abandono de los conserveros gallegos son muy sencillas: ¿Por qué vinieron a Málaga? ¿Por qué se fueron?

La primera respuesta está en los párrafos anteriores: en Galicia desaparecieron los bancos de sardinas, y en la Región Sur Mediterránea (Motril, Vélez-Málaga, Málaga, Fuengirola, Marbella y Estepona) se desembarcaban en los años 1940 a 1944 entre las 14.900 toneladas de 1940 y las 24.565,6 de 1942. ¿Por qué se fueron? Por la misma razón pero al revés: en Galicia se recuperó la sardina y en Málaga descendieron las capturas.

Como este capítulo es meramente informativo y de añoranza, y al mismo tiempo por lo que significó la captura de sardinas en nuestras aguas y las del norte de Marruecos, no voy a detenerme en aspecto técnicos sobre los altibajos entre unos y otros años. Esas respuestas las tienen los biólogos del Oceanográfico de Fuengirola, que espero dentro de no mucho tiempo vuelva a Málaga, y de su antiguo emplazamiento del Paseo de la Farola pase a la zona portuaria de San Andrés.

Luis Bellón

La sardina, comentaba Luis Bellón en su espléndido trabajo El boquerón y la sardina de Málaga que se editó en 1950 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, «es el plato fuerte de la alimentación de las clases modestas».

Hoy, y esto no lo escribió Bellón, no es plato fuerte de las familias modestas sino uno de los atractivos gastronómicos para los turistas tanto españoles como extranjeros por su especial forma de preparación y consumo, o sea el ya famoso espetón que está en la fase previa para su declaración por parte de la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, según informó en estas mismas páginas de La Opinión Enrique Gutiérrez en agosto del presente año.

Sobre el consumo de la sardina, Alfonso Canales, en un artículo dedicado a William Jacob, un súbdito británico que escribió en 1811 un libro sobre el sur de España, al comentar su paso por Fuengirola, decía: «La casa estaba llena de barricas con sardinas saladas y anchoas. Este pescado, ligeramente curado, se transporta en burros a las partes montañosas del país donde se le considera como una de las más codiciadas y lujosas golosinas». Total, que hace dos siglos, ya un inglés le prestó atención a la sardina malagueña.

Yo tuve la suerte de conocer a Luis Bellón, una persona encantadora que durante un largo periodo de tiempo fue director del Laboratorio Oceanográfico de Málaga, donde también prestaba sus servicios su esposa Emma Bardan Mateu. De ella tengo un recuerdo especial porque me examinó de Matemáticas cuando cursaba el séptimo de Bachillerato. Me dio un 9, cuando yo, las matemáticas las sacaba con apretados aprobadillos. El nombre de la bióloga no se ha perdido porque un buque oceanográfico gallego lleva su nombre.

Yo creo que Málaga está en deuda con este matrimonio que tanto trabajó en el Oceanográfico. Nos queda, como ejemplo, el citado libro sobre el boquerón, la sardina, el chanquete y todas las especies que se desenvuelven en nuestras aguas.

Ninguno tiene una calle en nuestra ciudad. La oportunidad de perpetuar sus nombres está en los viales que resultaran en la construcción del nuevo Oceanográfico en la plataforma de San Andrés. Ahí queda la idea.

No quiero poner punto final al capítulo de hoy sin reconocer las atenciones recibidas en el Oceanográfico de Fuengirola. Quizás otro día cuente otras historias casi inéditas del proceso del traslado del Centro a Fuengirola. Pedro Aparicio, a la sazón alcalde de Málaga, intentó paralizar la operación.