­­David tiene el pelo roñoso y la piel amarillenta. Los ojos vidriosos y las pupilas dilatadas. La chaqueta que lleva ha vivido días mejores. Antes estaba ciego de amor, pero ya no quiere el querer de ella. Camina de un lado para otro y hace quiebros como si estuviera alterado por algo. Pide que le den un café y solicita admisión. Muestra muchas ganas de hablar, pero dispara palabras sin conexión. No sabe muy bien qué hora es, aunque eso a él ya le da igual. Hace algunos meses el mundo de David era distinto. Vivía en Benalmádena con su mujer y tenía un hogar. Pero la cosa se puso seria y el vicio empezó a cobrarse sus deudas. No sabe si la cocaína le ha hecho más daño esnifada o fumada. «Heroína, nunca», insiste. Hay barreras que uno no quiere traspasar. Asegura que tiene 43 años, pero parece que atesora más. La calle envejece porque ejerce de calle. Los días se convierten en semanas y las semanas en años. Promete por enésima vez que se va a tranquilizar: «¡Señorita, señorita!». Si lo consigue, podrá quedarse. Si sigue con los aspavientos alteraría a los demás y entonces se monta un problema. Los demás son como él y él es uno de entre 380. Ahora, el único hogar posible que hay para David es el albergue municipal. Ahí admiten a los que son como él. Los que son como él son invisibles para la gran mayoría aunque superen el metro ochenta como es su caso. David es un sintecho más deambulando por Málaga.

Rosa Martínez es la directora del albergue y los conoce a todos. Sabe las historias que hay detrás de cada uno. «Cualquiera puede acabar en la calle», advierte y le imprime un tono de seriedad a su afirmación que hace pensar que la caída está más cerca de lo que parece. Golpes da la vida. Uno era empresario y con la crisis lo perdió todo. Otro disfrutaba de la rutina muy bien, pero llegó el divorcio. Luego vino el alcohol y el paro. ¿O fue al revés? Una cosa lleva a la otra y no todo el mundo tiene una red de seguridad. Había una familia que llegó de Argentina con niños pequeños. Ahora vuelven una vez al año y lo hacen para dar las gracias. Él encontró trabajo y ella también. De la calle se sale. Aunque son los que menos: «Es un estado que para muchos se convierte en crónico». Aunque Rosa admite que hubo tiempos peores. Sabe de lo que habla porque lleva toda la vida en esto. Pertenece al área de Derechos Sociales del Ayuntamiento y dirige unas instalaciones con un concepto que las hacen únicas en España. En Valencia se intentó montar algo igual, pero la cosa salió regular. Demasiado ego entre las diferentes asociaciones, siempre en busca de alguna rueda de prensa que les dé luego un buen titular para sacar pecho. En Málaga han aprendido la lección y no se necesitan las grandes letras para renovar el compromiso.

Cuando se entra en el albergue de la calle Donoso Cortés recibe un suelo que está más limpio que el cuarto de un adolescente medio en la eclosión de su pubertad. Hay una especie de garita con una ventana. Un agente de la Policía Local, que está armado, controla las imágenes de las cámaras a través de un televisor que cuelga del techo. Son las diez de la noche y hay gente sentada en unos bancos de hierro que están pintados de azul. Una mujer inclina su torso abdominal hacia delante. Mete la cabeza entre las rodillas y permanece en esta postura como si estuviera repasando algo. Arriba hay otra planta. Entre camas y literas hay 100 colchones en busca de algún cuerpo vapuleado y amoratado al que dar descanso. El protocolo es laxo y no se ponen grandes exigencias, pero si alguien hace una fechoría va fuera: «Aunque estén alcoholizados, si no la lían, preferimos que duerman con nosotros a que estén en la calle».

Rosa recorre las instalaciones para ver si todo está en orden. Hay una enfermería y un despacho para la psicóloga. La soledad es un misil que se dirige al cerebro y algunos solo quieren hablar. Hay que hablar más, pero la vergüenza pesa. Están los que tienen trastornos de personalidad y los que tienen esquizofrenia. Les da todo un poco igual porque la entropía les sirve como sedante. Pero a los que mantienen sus facultades mentales les cuesta mucho. Cruzar el umbral de pedir ayuda equivale a una confesión. La confesión pone el foco en un doloroso mosaico de fracasos y eso no cambiará.

Para que David sepa que la cosa va en serio, llega la segunda advertencia. El tigre es en realidad un oso de peluche, pero Rosa ya no admite tonterías y se coloca frente a él. Es como una de esas profesoras a las que temías en el colegio, aunque luego se conviertan en las que más se agradecían. Aparta con la mirada y da cañonazos de cariño a la vez. No siempre basta con palabras. Que la cosa también se puede poner seria lo demuestra un chico que irrumpe a grito abierto y pronuncia una sucesión de voces. Luego se desprende de la ropa de cintura para arriba, parte la camiseta y muestra su torso desnudo y ensangrentado. De repente toca correr. Enseguida llegan los trabajadores sociales del centro. Esta noche son tres y a estas alturas se sorprenden con poco. Si lleva incrustado una especie de pentagrama que le sangra y le recorre la piel, es porque ha utilizado un objeto punzante para emprenderla consigo mismo. Ocho, diez, doce, catorce veces por noche tiene que actuar. Todo depende del día. Por eso había un agente con pistola.

Mientras tanto, la hora ya va avanzando y con ella también el frío. Ya no son la diez y sí son las once. Viento polar y alerta por un descenso violento del mercurio decían, aunque en Málaga ya se sabe. Eso no impide que esta noche haya un despliegue especial para ver si alguien se anima a cambiar el duro asfalto por un colchón, aunque eso es algo que casi nunca suele pasar. La sensación térmica bajo un soportal puede jugar malas pasadas. Al Ayuntamiento le gustaría que todos estuvieran en el albergue, pero los que prefieren dormir en la calle porque argumentan que les da más libertad son difíciles de convencer. Tres equipos distintos peinarán la ciudad y cada uno cuenta con un enfermero, un trabajador social y un psicólogo. Repartirán café y chocolate caliente para mojar las galletas en el mejor de los casos. Cargan los utensilios térmicos y una reunión de cinco minutos más tarde se pone la maquinaria en marcha. Tres furgonetas empiezan a recorrer la ciudad que se ha dividido en áreas. Luego habrá un punto de encuentro en La Alameda para hacer balance.

Cuando cae la noche empieza la incertidumbre. Es un poco como en ese juego infantil. Quien se fue a Sevilla, perdió la silla. Por desgracia, nunca hay sillas suficientes para todos y lo mismo pasa con los mejores sitios. Los rellanos que dan acceso a los cajeros están muy cotizados. Los laterales de los parques ofrecen cierta seguridad. Es una Málaga de colores que no sale en ninguna postal. Las tonalidades las ponen las mantas deshilachadas y los sacos de dormir. Con tanta suciedad hace tiempo que han dejado de brillar.

Al llegar a la rotonda del Larios Centro, Rosa le indica al conductor que penetre por la acera que lleva al parque: «Ahí están». Nadie los había visto pero ella sí. Los ha visto porque sabe dónde están los puntos calientes y porque tiene un radar. Un radar que detecta que un cartón sostenido con otro cartón dan para un tejado. «Hola, hay alguien ahí. ¿Queréis un café, una manta?». Lo que antes servía para embalar la última televisión de plasma se empieza a mover y asoman dos ojos. Son los de Antonio y Antonio ahora vive con Ana María. Ella es de Málaga y él es de Granada, y ahora comparten un espacio vital que no supera los dos por dos metros. «¿Seguro que es tu novia de siempre?», le pregunta Rosa, pero él perjura fidelidad. La luz es tenue y los ojos de Antonio no dicen nada todavía. Es como mirar a una serpiente. Mario, que es uno de los trabajadores sociales, le trae un café y se empieza a soltar y ahora ya dicen algo más. A Antonio le gusta leer: «Ahora mismo estoy con Stephen King y no hay ningún día en el que me falte el periódico». Le ofrecen pasar la noche en el albergue, pero declina y asegura que ahora mismo no necesita nada más. La Unidad Móvil de Emergencia Social no tiene tiempo que perder y prosigue porque hay más. Si nadie hace nada, nada cambia. El censo no es estable, pero el edil Raúl Jiménez y Ruth Sarabia, al frente del Área de Derechos Sociales, dan una aproximación y hablan de 60 personas fichadas. El resto está en los albergues. Los dos acompañan y arriman el hombro, aunque eso signifique que vayan a dormir poco esta noche.

Porque ya es de madrugada. Las calles de Málaga empiezan a estar vacías del todo y la bulla navideña es un lejano recuerdo. En la avenida Carlos Haya hay muchos bancos y un campamento montado en el BBVA. La furgoneta emprende el correspondiente camino. Saluda Ramón, al que Rosa le pide que vaya al albergue a hablar. «¿A hablar?» «Yo hablo con el de arriba», le espeta éste.

Mejor eso que las pastillas. Porque si no es la coca o uno de sus derivados, son las pastillas. No el Percocet, pero sí la Metadona. O un puñado de Ibuprofenos. La psicóloga lo confirma y conoce de sobra el trapicheo diario para conseguir uno de los ansiados frascos: «Los compran o los roban». La pastilla a la boca y de ahí al cerebro. Una nube húmeda y reconfortante cargada de lluvia. Un círculo vicioso al que Ramón escapa a través de la fe. A la espera de una paga no contributiva que está bajo examen y que le podría sacar de la calle, se agarra a la fe para no perder la cordura. Si Dios existe, quién sabe, en Málaga tiene a algunos de sus guerreros.