El año que murió mi madre visité por vez primera la isla de La Palma, singular y diferente al resto del archipiélago. Yo estaba en una situación anímica absolutamente catastrófica y un buen amigo nos invitó a viajar allí. Es un lugar bellísimo y melancólico, cubierto de bosques y brumas, en el que en vez de cabras, como en las otras islas, hay vacas, el campo es verde y las hortensias salvajes crecen en cada recodo del camino. Un bosque de laurisilvas, restos del terciario -anteayer en tiempo geológico- recuerda la juventud de la isla, que tiene más que ver con la vecina Madeira que con el resto de Canarias. Por intercesión de un brillante y joven político, del que se esperaba que llegara a la cumbre, por lo que fue convenientemente defenestrado en una conspiración de los tres tristes tigres que han dominado el PP durante la última década, por un favor de este amigo entonces, decía, que pensó que aquello podría alegrar mi espíritu, visitamos el impresionante observatorio Galileo de la cumbre del Roque de los Muchachos, a dos mil cuatrocientos metros de altura. El favor -que todo quede claro- consistió exclusivamente en sacarnos las entradas, ya que el lugar es visitable para todo el mundo y les recomiendo que lo hagan si van allí. El lugar, un círculo de volcanes, lo que allí llaman una caldera, producto de un gigantesco terremoto, es absolutamente espectacular y las nubes provocadas por los vientos alisios se encuentran por debajo de la cumbre, con lo que se evita la contaminación lumínica y la visión del firmamento es transparente y límpida. Nos recibió un amable astrofísico sueco, que vivía, junto a toda una comunidad de científicos, prácticamente como monjes en un monasterio, con la diferencia de que su claustro era el cielo y su labor estudiar el firmamento en vez de iluminar códices. Por lo demás, nos contó que rara vez bajaban a la hermosa Santa Cruz de la Palma, ciudad de encajes y balcones que después fueron copiados en Lima.

Constelación estelar

En esos meses se encontraban estudiando la nebulosa de la Cabeza del Caballo. Yo no sabía siquiera de su existencia. Nos explicó que se encuentra a mil quinientos años luz de nosotros, junto a Orión y que una nebulosa es una masa de materia cósmica celeste, difusa y luminosa, con aspecto de nube en el mundo interestelar y en las que suelen nacer las estrellas por fenómenos de condensación y agregación de la materia, o son restos de estrellas muertas. Esto, dicho así, suena casi normal, si no nos paramos a considerar lo que estamos diciendo, porque el proceso de nacimiento o muerte de una estrella dura miles de años. Y hay millones de galaxias, integradas por miles de millones de estrellas y cuerpos celestes, situados en constelaciones y sistemas solares semejantes al nuestro. Es decir, que la polémica renacentista que llevo a Galileo a juicio, acerca de si la Tierra giraba alrededor del sol, o al contrario, es algo más que una idiotez y un crimen: es una prueba de la soberbia humana, porque no es que la Tierra no sea nada en el espacio, sino que el propio sol es una pequeña estrella sin más.

Cuando vimos lo que era la Cabeza del Caballo, sentí un aturdimiento que nunca he sentido en ningún otro lugar, o momento de mi vida -entramos en el campo del tiempo y el espacio- un vértigo y estupor ante el vacío cósmico de las inmensas profundidades estelares y una profunda tristeza, provocada por la impresionante belleza e, insisto, el vacío. ¿Dónde estaba él? Los colores, las luces, los brillos, el resplandor y el silencio, un silencio sobrecogedor. El código de comunicación que nos hemos dado los primates de este planeta a través del lenguaje, no encuentra palabras para describirlo y los términos eternidad e inmensidad no consiguen definir lo que estoy intentando transmitir. Le pregunté si el universo era finito o infinito. Me contestó que para nosotros era finito, porque los límites están en el punto del que procede la luz que produjo el Big Bang hace quince mil millones de años, que nos llega ahora. Por eso está en continua expansión, porque cada vez la luz llega de más lejos, pero nuestra vida es tan corta, que la expansión del Universo no es apreciable por nosotros. Todo lo que está fuera del alcance de la ciencia humana no existe, aunque exista. Einstein en estado puro. Vértigo absoluto.

Cuando salimos de allí dije una tontería, que creo que encierra una gran verdad: «Pero qué es eso del Registro de la Propiedad. De qué propiedad?»

San Agustín

Pero aquello quedo grabado en mi memoria como un punto de inflexión a partir del cual empecé a ver las cosas de otra forma. Especialmente las relacionadas con el otro cielo. Naturalmente que nada no empece, ni impide la existencia de un ser supremo, un autor de todo, un ser que como dice la Escolástica, se da la existencia a sí mismo, perfecto, constante e inmutable, en el sentido de que el tiempo no existe para Él, porque si hiciera algo, ya implicaría un ayer, un hoy y un mañana, que son imposibles frente a la eternidad, pero da la impresión de que algo falla. La creación intelectual que personajes históricos como San Agustín, -con el concepto de la Ciudad de Dios- lean 'Por el ojo de una aguja' de Peter Brown, catedrático en Princeton- o San Pablo, o Santo Tomás de Aquino, parece de una extraordinaria solidez, pero construida para sostener algo realmente difícil de creer. La redención de otros mundos habitados, que debe haberlos, ¿se produce? ¿Quién es Cristo, no ya quiénes somos nosotros, sino quién es él? Y aparece la sola posibilidad del Dios de Spinoza, la infinita red de causalidades.

Ayer a mediodía me fui solo a ver la extraordinaria exposición antológica de Pedro de Mena. No había mucha gente. Los turistas nórdicos, antiguos luteranos y actuales ignorantes, pasaban ante obras extraordinarias con la misma indiferencia con que lo hacían adolescentes españoles víctimas de planes de estudio intolerables, que debían llevar al banquillo a toda una generación de políticos, por asesinos de almas.

Crucifixión

No voy a describir la muestra, porque no es lugar. Pero la sola contemplación de la Dolorosa de la Catedral de Málaga -cuánta belleza artística encierra y cuánta miseria humana- con el torso girado en sentido contrario a la cabeza en un puro ejercicio manierista es realmente digna de una visita. Por cierto, ¿cómo se le ocurre a nadie llamar a Pedro de Mena el Bernini español, consecuencia de los complejos hispanos, cuando tiene la suficiente entidad como para ser solamente Pedro de Mena? Cierro este exordio y paso al Crucificado restaurado, también de la Catedral. Estuve contemplándolo un rato largo y llegué a la conclusión de que aunque solo sea el Hombre, que yo no lo sé, cuántas figuras en la Historia han hecho una revolución como la suya. Quién que termina crucificado, como los más abyectos criminales en el mundo romano, cruel y despiadado, a pesar de haber creado el Derecho, después de haber dicho «amaos los unos a los otros», o «ama a tu prójimo como a ti mismo». ¿Quién ha dicho algo semejante? Si solo era el Hombre, era un ser extraordinario.

Por la tarde asistí a una fascinante conferencia de Juan Manuel Pascual, patrocinada como la exposición de Mena por la Fundación Unicaja. El titulo era «Somos algo más que un montón de células» Dijo cosas realmente inteligentes. Como que un mismo fenómeno tiene dos formas de ser observado y dos formas de ser descrito. O que la mayoría de las enfermedades no se curan. O que hoy en día hay remedios médicos tan dañinos como las antiguas sangrías. O que no sabemos lo que es el cerebro, ni cómo funciona, pero tampoco sabemos qué es un corazón. O que hay que cambiar radicalmente el paradigma de la investigación médica. O que el caos también puede producirse, o no, por una mínima variación, que conduce a cambios profundos, como que el latido de las alas de una mariposa puede, o no, producir un tornado en Texas. Pero como científico no quiso entrar en el tema del que estoy tratando hoy. Y era la postura correcta. Aunque todos lo pensamos.

Algo más que primates

Esta semana pasada, por casualidad me encontré una agradable película inglesa sobre la vida de Stephen Hawking, 'La teoría del todo'. En ella un estudiante pregunta al científico si cree en la existencia de Dios. Y este le contesta: «Somos primates evolucionados, que vivimos en un pequeño planeta, situado en un sistema solar, integrado dentro de una constelación ubicada en el firmamento exterior, la Vía Láctea, formada por miles de millones de estrellas, entre otras millones de galaxias. Pero somos seres vivos y la vida está presente aquí y mientras hay vida hay esperanza». Cuando hundo mis manos en la materia orgánica de la turba que utilizo para criar rosas, sé que allí hay restos de penas y alegrías de otros seres humanos que nos han precedido hace miles de años durante generaciones. Y que es posible que dentro de miles de años alguien hunda sus manos en esa materia orgánica donde estaremos nosotros. Y es consolador. Aportaremos nuestros cuerpos a la tierra para que la vida continúe.

Como escribió el inmenso T. S. Elliot: «Tiempo presente y tiempo pasado. Se hallan quizás presentes en el tiempo futuro. Y el tiempo futuro dentro del tiempo pasado».