La legión de seguidores de don Pío Baroja, entusiasta y ruidosa, anda de celebraciones. Francisco Fuster, uno de los más afamados barojianos, acaba de publicar en una nueva colección de la editorial Marcial Pons un ensayo necesario, Baroja en París, que viene a cubrir el hueco que faltaba en las biografías del insigne escritor: sus años de exilio durante la guerra civil española, los «días más tristes en la vida de Pío Baroja». Ha escrito Fuster un ensayo muy bien documentado pero triste y melancólico. Reivindica la figura de Baroja, tan poco y tan mal conocida, «despreciado por los herederos de ambos bandos de la guerra». Un gran trabajo que merece ser recomendado como lectura atenta de verano.

Además de esta importante novedad editorial, el pequeño sello Ipsos ha lanzado una estupenda colección titulada Baroja y yo, que alcanza ya el número 23 -nada más y nada menos- y que permite a destacados escritores o especialistas en la figura de Baroja y en la ingente producción barojiana contar aspectos concretos de la vida y obra del escritor en un formato breve pero riguroso y ameno. Precisamente el número 23 de esta colección recoge la estancia de Baroja en Granada en diciembre de 1924, junto a Ortega y Gasset y a Domingo Barnés. El libro, cuya autora es María Bueno Martínez, se titula Un vasco en la corte nazarí, y apunta a Málaga como continuación del viaje granadino de aquel trío irrepetible de intelectuales. Veamos qué pasó o pudo pasar.

1924: el viaje que no fue

María Bueno aprovecha el viaje de Baroja y sus amigos a Granada en 1924 para presentar las credenciales andaluzas de Baroja, que sentía especial devoción por Córdoba y encontraba poca gracia en los sevillanos. En efecto, a principios del siglo XX, en torno a 1904, el escritor e intelectual vasco se instaló en Córdoba para vivir en la ciudad y ambientar en ella una de sus novelas más leídas a orillas del Guadalquivir: La feria de los discretos. La novela acontece en la ciudad durante la revolución de 1868, y tuvo en ella numerosos lectores. A Baroja le gustaba Córdoba por lo que aún tenía de pueblo. En otras de sus obras aprovecharía para hablar de ella, demostrando así su comodidad durante el tiempo que allí vivió. Destaca su sobrino, Pío Caro Baroja (citado por María Bueno), que «frente al 'andalucismo' risueño y vulgar o las estilizaciones e imágenes de la 'España de pandereta', la novela sirvió de reactivo para mostrar una imagen más seria y profunda de Andalucía». Bienvenida sea esta perspectiva, por más años que hayan pasado.

Sea como sea, el caso es que en diciembre de 1924 llegaron a Granada los mencionados Ortega y Gasset, Domingo Barnés -pedagogo sevillano, colaborador de la Institución Libre de Enseñanza- y el propio Baroja. Ortega había sido invitado por el Centro Artístico y Literario de la ciudad a pronunciar una conferencia, cosa que haría el 12 de diciembre en el Teatro Cervantes, a las cinco y media de la tarde. Titulada El Estado, la Juventud y el Carnaval, sirvió de excusa perfecta para propiciar unos días de convivencia entre Ortega -que había fundado ese mismo año la Revista de Occidente- y Baroja y Barnés. Como resultado palpable de aquellas jornadas de convivencia y tertulia, Ortega publicaría en La Voz una serie de siete artículos reflexivos Sobre la novela: en el último de ellos, fechado el 11 de enero de 1925, finaliza apuntando que «estos son los pensamientos sobre la novela que una alusión de Baroja me han incitado a formular». La polémica entre ambos sobre la naturaleza y los fines de la obra novelesca ocuparía 1925: Ortega recogió en un libro sus Ideas sobre la novela, y Baroja aprovecharía el prólogo de La nave de los locos para hacer lo propio y escribir Prólogo casi doctrinal sobre la novela. Lo cuenta muy bien María Bueno en su libro granadino y barojiano.

Lo curioso y llamativo del viaje narrado es que, supuestamente, abandonaron la ciudad nazarí rumbo a Málaga, tras dar la conferencia y ser agasajados con una merienda, celebrada el 14 de diciembre. La Voz, en su página 3 de la edición del 16 de diciembre de 1924, publica una foto del evento. Todas las informaciones apuntan a que viajaban con destino a Málaga. Incluso una carta de aquellos días de Baroja a Alberto Jiménez Fraud -citada por María Bueno, pero que no está recogida en la correspondencia del malagueño, editada recientemente- le alerta de que se encuentran en un pueblo costero de Málaga esperando la reparación de una avería del coche, que debía de ser del propio Ortega. Pues bien, no hay rastro en la prensa local malagueña de entonces de la presencia en la ciudad de tan ilustres visitantes. Ortega había estudiado en los jesuitas de Málaga, su llegada habría sido recogida por los medios. Pero no hay referencia alguna en La Unión Mercantil, cuyo archivo digitalizado custodia la Fundación Unicaja a través del legado de don Narciso Díaz de Escovar.

Donde sí que aparecieron Ortega, Barnés y Baroja fue en€ ¡Cáceres! En su edición del 17 de diciembre de 1924, el diario La Montaña -y aquí conviene hacer referencia a la sólida devoción de esta provincia por la advocación mariana de la Virgen de la Montaña- publica «una entrevista a la luz de la luna», con dos protagonistas de postín: «Pío Baroja, el sentimental, y Ortega, el materialista». La entradilla de la entrevista es digna de alabanza: «En Cáceres es admirable todo, desde sus altas torres hasta el chorizo», y a lo largo de media página el plumilla escribe una crónica divertida, que permite situar a nuestros tres admirados amigos en Cáceres el 16 de diciembre. Están acompañados por Miguel Jiménez Aguirre y por Juvenal de Vega y Relea, periodista de raza el primero de ellos y pedagogo el segundo, a la sazón inspector jefe de educación en la provincia.

A don Pío Baroja, del que se destaca ser el autor de Zalacaín el Aventurero, le llama la atención lo poco que se lee en Cáceres: «mire usted; hemos recorrido Plasencia, Trujillo, Coria, Hoyos, Cáceres ahora€ ¡En ningún sitio hay un establecimiento dedicado exclusivamente a vender libros!». Por su parte, Ortega es más prosaico. Interpelado directamente por lo que más le llama la atención de Extremadura contesta rápido: «el frite y el chorizo de Garrovillas. Se lo digo francamente. Este rincón de España, es de los más típicos, y por eso lo abarca todo, desde la ilustre prosapia de sus hombres hasta las exquisiteces del arte culinario». Termina la crónica anunciando la marcha hacia Madrid de los visitantes, el día 17 a las doce de la mañana, en el automóvil de Ortega.

Málaga: noviembre de 1917

Otoño de 1917. La Gran Guerra entra en una fase de estancamiento bélico y de hartazgo social. La carnicería ha desangrado Europa y las naciones neutrales, que se han enriquecido gracias al conflicto, comienzan a pagar las consecuencias de la demanda exterior inusitada de sus bienes y productos: carestía de alimentos básicos, aumento de precios, devaluación de los salarios, movilizaciones obreras. En España, en agosto de 1917 la convocatoria socialista y anarquista de huelga general es un fracaso, pero enciende la llama de las protestas, a las que se suma el ejército reclamando su parte. Baroja, que a principios de ese mismo año ha tenido diversos encontronazos con el incipiente nacionalismo vasco -lo sabemos por la gran biografía de José-Carlos Mainer publicada en Taurus-, pasa el otoño en Madrid, defendiendo cierta neutralidad bélica en la redacción del diario aliadófilo España, en el que colabora pese a ser él mismo germanófilo (aunque sea cum grano salis, como apunta Mainer).

Una tarde decide emprender un viaje: «como no tengo nada que hacer y me sobran muchos kilómetros de un billete kilométrico, decido hacer un viaje por Andalucía». Su larga experiencia de otoño de 1917, hasta el invierno de 1918, ocupa las páginas de Las horas solitarias, una de sus obras más interesantes y desconocidas, rescatada por Ediciones 98 hace pocos años. El subtítulo de este volumen de horas solitarias es Notas de un aprendiz de psicólogo, y en sus páginas Baroja se entrega a la divagación, a la escritura fragmentaria, a la reflexión, a la crítica de libros: no es sólo un diario, que lo es, sino sobre todo un texto en el que volcar su mirada crítica, su pesadumbre, su soledad, su indisposición para relacionarse con lo que le rodea, aunque sea cercano y palpable. Mainer, de nuevo, insiste en la ataraxia del escritor, esa propensión hacia la serenidad a través del aislamiento emocional y espiritual. El propio autor, Baroja, habla de su posible ataraxia en las páginas finales de Las horas solitarias. De ahí esa imagen binaria de lejanía, de frialdad imperturbable y de polemista antipático que siempre ha acompañado al escritor.

El caso es que, aburrido en Córdoba y cansado de leer a Kierkegaard, emprende un viaje inaudito a Málaga. No consta hasta ese momento otra relación de Baroja con la ciudad o la provincia que la meramente literaria o histórica: el año antes (1916) había publicado La ruta del aventurero, nuevo libro -el sexto- de su larga serie de 22 novelas dedicada a su antepasado lejano Eugenio de Aviraneta (Memorias de un hombre de acción), cuyo improbable narrador respondía en este caso al nombre de Juan Hipólito Thomson, hijo de un disecador de animales de Holborn Street, Londres, que pasó su infancia en el taller del padre y que «vivió muchos años en Málaga, dedicado al comercio de la uva». De hecho, en las páginas de Las horas solitarias dedicadas a Málaga recuerda Baroja que su tío abuelo segundo, Aviraneta, estuvo en Málaga en julio de 1836, «en un movimiento revolucionario en que perdieron la vida el general Saint Just y el Conde de Donadio, pero no parece que él tomara parte muy activa en el movimiento».

Baroja elige para pasar unos días el hotel Hernán Cortés, cerca del mar. Luego este establecimiento sería el hotel Caleta Palace (desde 1925), más tarde el hospital 18 de Julio y en la actualidad alberga la sede de la Subdelegación del Gobierno de España en Málaga. Observa que en el hotel «se lleva vida de balneario. Después de cenar la gente se reúne en el vestíbulo a charlar». Le sorprende el encargado, que le reconoce aunque no ha leído nada suyo. Y que le pregunta además por la mala fama de los andaluces en Madrid: «no damos más que jugadores y toreros». Se deja llevar Baroja por la bonhomía del clima y la desidia de sus compañeros de estancia. Disfruta del sol aunque la proximidad del mar no es buena para su artritis. Tiene Baroja 45 años cuando visita Málaga. Ha publicado algunos de sus libros más conocidos y es un referente intelectual indiscutible. Pasa unos días «desvariando al sol». No parece que lea la prensa, ni que esté atento a los vaivenes del país. Una mañana, desde la terraza del hotel, describe lo que ve: «el cielo está radiante, el mar azul añil; lleno de velas latinas. A la derecha se yergue la torre blanca y gallarda del faro». Sus intereses por la ciudad son limitados. Pide visitar el lugar donde fue fusilado Torrijos, pero le dicen que ha cambiado mucho, posiblemente a causa de la industrialización de toda aquella zona en el segundo tercio del siglo XIX. Inquiere por el café de La Loba, que cerró en 1903. Y hasta aquí lo que sabe de Málaga. No obstante, una tarde decide abandonar su cautiverio voluntario y dar un paseo por la ciudad. En una callejuela huele a espliego. Cerca del Palacio de la Tinta entra en dos tiendecillas de antigüedades. «En Málaga me ha parecido ver que la gente del pueblo es mucho más amable que la gente rica», escribe. «Cierto que en toda España empieza a pasar lo mismo». Por la noche, en el tranvía de La Caleta, ve a dos mujeres «verdaderamente sugestivas y las dos de tipo completamente distinto. Iban al teatro a la última función de la compañía de la Guerrero».

Este apunte permite introducir dos cuestiones importantes en esta recuperación de la visita de Baroja a Málaga. En primer lugar, su relación con las mujeres, un tema del que habla con intención Mainer en su completa biografía. Baroja se embelesa por una de ellas, «alta, morena, de más de treinta años. Tenía una cabeza clásica, de una arquitectura romana, el color pálido y los ojos y el pelo muy negros. Sobre estos rasgos de belleza comunes tenía una expresión al hablar endiablada». Baroja las sigue por unas callejuelas hasta llegar al Teatro Cervantes, al que no puede acceder porque no hay entradas. Se lamenta en voz alta: «sin duda mi sino no es ser un Don Juan. No lo he sido de joven, no lo voy a ser de viejo». Y de esta guisa regresó al hotel.

A Baroja, solterón y misógino, le gustaba un tipo específico de mujer. Lo cuenta él mismo en Las horas solitarias, en un breve capítulo titulado Sobre la belleza de las mujeres: «Hay mujeres a quienes se quisiera dominar y mujeres a quienes se quisiera únicamente hablar; hay mujeres que hablan sólo a las glándulas seminales y otras que tienen un atractivo menos exclusivamente sexual. Hay mujeres que parece que llevan una atmósfera de cantárida. En ellas el movimiento, la sonrisa, todo es sexual. En España hay una palabra muy poco distinguida para señalar a estas mujeres. Los franceses, que tienen palabras más literarias y menos desgarradas, las llaman allumeuses». Queda para la curiosidad del lector la búsqueda de la traducción al castellano de tan sutil palabra francesa.

La presencia de la compañía de María Guerrero en Málaga permite ubicar con exactitud las fechas de la estancia de Baroja en la ciudad. La prensa madrileña recoge el 2 de octubre el anuncio de la nueva temporada de la compañía. En Málaga, el diario republicano El Popular recoge en su edición del 9 de noviembre de 1917 la presencia de la compañía Guerrero-Mendoza en Málaga, en el Teatro Cervantes, donde ofrecerá ocho únicas funciones a partir del 15 del mismo mes. Y en efecto, el 22 de noviembre sería la función de despedida, reseñada en El Popular al día siguiente. La función en beneficio de la Guerrero tuvo lugar el día 21, y es el referente de la crónica escrita por el propio Baroja sobre su encuentro con la bella mujer morena de ojos y pelo muy negros.

Así pues, Pío Baroja permaneció en Málaga, en el hotel Hernán Cortés, una breve temporada -diez o doce días- durante la segunda quincena de noviembre de 1917, alejado del ruido de la huelga y del malestar social, de la amnistía exigida por la prensa progresista para sus promotores -es decir, para Besteiro, Largo Caballero, Daniel Anguiano y Andrés Saborit-, de las crónicas sangrientas de la Gran Guerra europea. Apenas hay rastro de su visita en la prensa local: El Popular publicaría el sábado 24 de noviembre una breve nota advirtiendo que «buscando alivio a una pertinaz dolencia ha venido a Málaga, hospedándose en el hotel Hernán Cortés, el ilustre literato Pío Baroja. Mucho celebraremos que el maravilloso novelista encuentre en nuestro clima la ansiada salud». Poco tiempo después, el miércoles 28 de noviembre, saldría para Madrid el insigne novelista, según recoge de nuevo El Popular en su edición del día siguiente. De regreso a Córdoba leerá en el tren a Heine, en francés (Los cuadros de viaje) y proseguirá su ruta por España, solitario y melancólico, fugitivo de sí mismo, huérfano de patria y cariño. Nunca es tarde para leer y conocer a Baroja, español eminente y profundo, olvidado y enjaulado en los tópicos más simples e injustos, prisionero de esa icónica imagen con barba, calva y boina, tan dañina y mentirosa. Leamos a Baroja y hagámosle caso: «dejemos las conclusiones para los idiotas».