Más allá del barrio de la Victoria, custodiado por la espesura de los árboles, se erige el Seminario Diocesano de Málaga, un edificio casi centenario que, pese a ser por todos conocido, siempre ha mantenido un halo de misterio y enigma sobre cuál puede ser el trajín diario de los aspirantes al sacerdocio, quienes precisamente allí se hospedan y conviven durante seis años.

Cuando el Seminario abre sus puertas en el curso académico de 1924-1925, el número de matriculados superaba los 200 jóvenes, que entonces solían alojarse en la Casa Diocesana. Con el paso del tiempo, la cifra se ha ido reduciendo y, aunque cada año fluctua debido a las nuevos ingresos o a aquellos que acaban sus estudios y son ordenados, a día de hoy solo hay 14 seminaristas de entre 20 y 30 años, procedentes de diversos rincones de Málaga, de otras provincias e incluso del extranjero.

«Este año se incorpora un joven que ha estado aquí haciendo estudios de Erasmus en la Universidad, que es de Italia. Y también otros jóvenes de Guinea Ecuatorial que están vinculados con nuestra cultura y con nuestra Iglesia. Pero la gran mayoría son de la provincia», explica Antonio Eloy Madueño, rector del Seminario.

Esta semana, como todos los estudiantes de ESO y Bachiller, esos 14 jóvenes han empezado las clases, lo que supone retomar un completo horario que arranca a las siete y media de la mañana, y que les ocupa buena parte del día y casi la noche. Según el rector, lo primero es acudir a la capilla y celebrar una misa a las ocho de la mañana, seguido de un tiempo de oración individual que se prolonga hasta las nueve y media. Después, el desayuno y tiempo para el estudio, ya que las clases se dan por la tarde. «Podría ser un poco como vivir en un colegio mayor, un poco más intenso, pero esa idea. Tenemos una vida comunitaria, comemos juntos, cada uno tiene un cargo en la casa...porque esto es muy grande», manifiesta Aarón Benzaquen, seminarista de cuarto curso de bachiller en Teología, civilmente reconocido como un grado universitario. «Compartimos una sala de televisión, tenemos zonas comunes, salimos juntos, tenemos nuestros amigos... quitando la parte espiritual que no se comparte en un colegio mayor, podría ser esa la idea», asegura Aarón.

Estudiar para ser sacerdote

Por la tarde, sobre las cuatro y media, los seminaristas emprenden el camino hacia la Abadía de Santa Ana, donde se encuentra el Centro Superior de Estudios Teológicos San Pablo, una institución asociada a la Facultad de Teología de Granada y a la que puede acudir cualquier persona interesada, ya sean religiosos o laicos, mientras que el Seminario se reserva la formación específica para la vida sacerdotal, es decir, la dimensión espiritual, pastoral y comunitaria.

Tanto la ida como la vuelta de las clases, que finalizan sobre las nueve y media de la noche, la hacen a pie. «Para abajo muy bien, pero para arriba cuesta», confiesa entre risas Eduardo Muñoz, natural de Manilva, también en cuarto curso de Teología

Esta formación permite acceder a un puesto de trabajo o presentarse a unas oposiciones, aunque el destino de los seminaristas está muy marcado por el Obispado, que decidirá si los aspirantes deben cursar los dos años de la Licenciatura en Teología Fundamental y además les asignará un destino. «Los dos primeros años son de filosofía y los tres últimos son teología. Los dos primeros son más áridos porque es más la formación más básica, que no tiene nada que ver directamente con lo que vamos a hacer nosotros», comenta Aarón. Para él, Cristología es una de las asignaturas más bonitas. No obstante, el temario va más allá, y explora asignaturas corrientes como Griego o Latín, hasta áreas tan específicas como Eclesiología, Mariología o Libros Proféticos.

Tras la cena, sobre las diez de la noche, los seminaristas cuentan con un período de descanso. « En ese esquema también hay momentos de deportes, de preparación para el canto litúrgico...», puntualiza el rector.

Tomar la decisión

Finalizado el primer año de la carrera de Historia con notas excelentes, Eduardo se dio cuenta de su vocación. «Mis amigos íntimos se lo olían, siempre me han apoyado. Mis amigos de la facultad me dijeron directamente `tú eres tonto, ¡vas a dejar la carrera con lo bien que te va!´. Pero han visto que estoy feliz y me han apoyado», recuerda. Para Aarón, la decisión llegó cuando estaba planteando el doctorado con un currículum ligado a la Historia del Arte. «Sabemos perfectamente que el mundo va por un lado y la Iglesia, en ese aspecto va por otro. Hay que saberlo para poder enfrentarte y decir que estamos en el Seminario y estamos felices. Si no, no estaríamos aquí».