En el sanctasanctórum de los planos de Málaga, ya saben, el de Joseph Carrión de Mula, de 1791, la plaza de la Victoria parece haberse formado por casualidad, por la intersección de varias calles.

El famoso autor del plano, que se entretuvo en señalarnos los espacios más o menos ajardinados de la ciudad, no pintó en esta plaza ni un mísero arbolito. Nada que ver con la plaza de la Merced, rodeada de ellos por los cuatro costados, o con el largo paseo arbolado -la alameda del Compás de la Victoria- que conducía al vecino convento.

Al fin y al cabo, hablábamos del final de la ciudad, de un enclave vecino de las inmensas huertas de los frailes de la Victoria, de los tejares y del cercano cementerio. En resumen, donde Franco perdió el mechero.

Las autoridades dejarían el ornato para espacios como la mencionada plaza de la Merced o la naciente Alameda.

Lástima que lo más bonito de este entorno el gran arco de entrada al convento -nos recuerda el sabio archivero municipal Francisco Bejarano- fuera derribado en 1862 por una cazurra decisión municipal, con el fin de despejar el camino a la comitiva de Isabel II.

La paradoja es que con la visita regia se levantaron arcos floridos de arquitectura efímera en varios puntos de Málaga, que luego hicieron mutis por el foro, mientras que la ciudad perdió uno, sólido, de piedra y cargado de historia.

El descampado de la plaza de la Victoria, a medida que se urbanizaron los terrenos del convento y fue creciendo la ciudad, se fue convirtiendo, por fin, en una plaza ajardinada.

En nuestros días, esa isla de verdor salpicada por esculturas de Marino Amaya es de los pocos espacios de Málaga que mantiene el albero, con permiso de la plaza de toros.

Pero sin duda, en estos momentos de 'desescalado' confinamiento es cuando su santo y seña se nos muestra en todo su esplendor, pues en este arranque de mayo comienzan a florecer las jacarandas.

La foto que ilustra la crónica de hoy nos la manda un amable vecino y se puede apreciar ya el fastuoso manto morado de las copas.

No siempre fue así; tras la reforma de la plaza en 1964 que supuso el final del jardín de los monos, en las viejas fotografías a color se aprecia una sola jacaranda de apreciable tamaño, la de la esquina del Compás de la Victoria y si acaso, dos. Es de suponer que con los años algún acertado técnico municipal completara el jardín con nuevos ejemplares.

Estos árboles, que han pasado de ser exóticos a convertirse en el pan nuestro de cada día -en Málaga hay plantadas más de 4.000 jacarandas- arrastran el sambenito de la suciedad resinosa, enemiga del calzado. Pero toda molestia se empequeñece ante la floración, que en plena cuarentena tiene el valor añadido de aportarnos no solo la belleza, también esperanza.