La prudencia y el comedimiento que ayer me aconsejaron guardar silencio a propósito de la detención por agentes del Seprona de un profesor del Departamento universitario que dirijo se han ido tornando en indignación a medida se suceden las noticias al respecto. Tratándose de un asunto que está sub iudice se impone más que nunca la mesura, tanto por el respeto a la actuación judicial, como por el desconocimiento en que forzosamente nos encontramos. En este sentido, las noticias aparecidas en los medios de comunicación acerca de los motivos de la detención, aun siendo respetables, no pueden ser objeto de una valoración fundada que, en todo caso, no soy yo quien ha de hacer.

Vaya por delante, pues, mi respeto a la actuación judicial, como no puede ser de otro modo y como estoy seguro que respeta también el profesor, le perjudique o no. Sin embargo, hay algo que no tiene que ver con el fondo del asunto, es decir, con su implicación o no en los hechos presuntamente delictivos que lo relacionan con el alcalde de Villanueva de la Concepción y con un abogado de la ciudad. Por el contrario, esto otro tiene que ver con los derechos a la propia dignidad y a la intimidad que no quedan suspendidos ni, por tanto, pueden verse menoscabados ni siquiera en supuestos de detención, por muy conforme a derecho que ésta sea.

El profesor fue conducido esposado desde su propio despacho hasta un vehículo aparcado en la puerta principal de la Facultad, a pesar de mis ruegos y los de la decana de hacerlo desde la puerta del aparcamiento del personal del centro. Los periodistas que lo esperaban dispararon sus cámaras o grabaron sus vídeos. Unas y otros han sido presentados en portadas de periódicos y televisiones y están siendo objeto de comentarios desproporcionados y burlas chuscas en foros de internet.

La actuación policial que tuvo lugar en relación con el profesor resulta a todas luces desproporcionada, evitable y desequilibrada.

Desproporcionada porque ni la situación ni los hechos aconsejaban una intervención tan innecesariamente agresiva y escandalosa, lo que, dada la dimensión que ha adquirido, supone de facto una condena previa al proceso penal que en su día decidirá si ha cometido o no alguna falta o delito. Evitable porque existía la posibilidad de actuar de modo mucho más discreto y digno para el detenido. Y además desequilibrada, tremendamente desequilibrada, porque no consta que el alcalde ni el abogado también detenidos hayan sido sometidos a semejante trato. No sirve, por tanto, el argumento de que el protocolo de la detención exige una actuación como la descrita. Es más, si así fuera, como juristas estamos obligados a denunciarla hasta que se corrija y, según me consta, el decano del Colegio de Abogados ha denunciado reiteradamente este modo de actuar.

Quienes nos dedicamos al Derecho desde la Universidad, apreciamos posiblemente más que nadie la labor de los operadores jurídicos, jueces, policía judicial, fiscales y abogados. Pero por eso mismo hemos de ser críticos, porque –conviene no olvidarlo- también a la sana y justa crítica está confiado el progreso de nuestro sistema de libertades.

*Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la UMA