La amiga con la que había quedado a ver el fútbol prepara unos aperitivos (queso, fuet olivas) en la cocina de su casa. Con las prisas, se corta un dedo. Se lo corta mucho. Ella grita y sangra y se agacha en el suelo mientras se presiona una mano contra la otra. Como parece grave, y como seguramente necesitará puntos, decido llevarla al hospital. El taxista, borde, nos increpa porque no quiere que le manchemos la tapicería del coche. Nos lleva a regañadientes, subiendo el volumen de la radio (mi amiga gime de dolor y se queja entre lágrimas de su inatención) para no perderse la alocución del partido de España, que por primera vez en su historia se ha metido en las semifinales de un mundial. En urgencias hacemos un papeleo rápido y, después de una primera cura, se la llevan a una sala a la que no me permiten acceder. Entonces escucho una televisión y, cuando la localizo en una habitación anexa al servicio de urgencias, me pongo a ver el partido, que ya lleva casi media hora con empate a cero. Un chico, a pesar del calor, se envuelve en una manta y tirita. Un anciano echa bilis dentro de una bolsa de plástico que, cuando no la necesita, la empuña por la parte superior con sus huesudos dedos crispados, casi furiosos. Otro señor ronca con la cabeza apoyada en su palma, que a su vez se apoya en un reposabrazos de madera que chirría a causa del peso. Un conductor de ambulancia con coleta hasta la cintura y pulseras de cuero anima a los alemanes por llevar la contraria. Un japonés que me recuerda a Haruki Murakami no permite que le atiendan de su pierna rota (creo entender que un coche le ha embestido al saltarse, no sé cuál de los dos, un semáforo) hasta el descanso. A una chica, que ha dado un salto después de una ocasión clarísima del equipo de España, se le derrama por el suelo un vaso de café, pero a nadie parece importarle.

En el intermedio algunos salen a fumar a la calle, otros se quedan comentando las jugadas, el japonés por fin consiente en ser trasladado a las dependencias médicas. Yo aprovecho para preguntar por mi amiga, pero me dicen que aún no le ha tocado el turno de ser atendida.

El segundo tiempo la habitación de la tele se pone a rebosar. Unos cuantos jóvenes, que traían a un compañero apuñalado en una reyerta, vociferan y dan puñetazos al aire. Y cuando Puyol marca ese gol de cabeza a la salida de un corner, ese pequeño recinto donde nos apelotonamos entra en ebullición y estalla como una caldera vieja. El que tirita, a saber de qué virus contagioso, da abrazos a diestro y siniestro. El que vomitaba, más discreto, da besos al aire sin solar su bolsa. El japonés, que ha vuelto, salta sobre una pierna. El conductor se apuesta un bocadillo de tortilla de patatas a que los alemanas empatan antes de cinco minutos. El dormido despierta y el reposabrazos, intuyo, respira aliviado. Los chicos, borrachos como cubas, cantan poseídos las consignas huecas propias de situaciones como ésta.

Justo cuando finaliza el partido sale mi amiga con un aparatoso vendaje y una sonrisa de alivio. Tomamos otro taxi de vuelta a su casa y quedamos para ver la final. Esta vez, le advierto, el queso, ya cortado, lo llevaré yo, y que la botella de vino sea de tapón de rosca.