Al salir del viejo bar se encontraba sin blanca. Tenía que coger el autobús o ni siquiera llegaría a tiempo para cenar. Eran muchos años los que llevaba vagando por la ciudad intentando apoyarse en unos y otros para comer y dormir. ¿Vestirse? Cada vez peor. Se duchaba casi todos los días que, a resultas de haber podido disponer de diez euros, conseguía hospedarse en el piso de la señora Natalia. A diez euros la cama con derecho a cuarto de baño y uso de la nevera. Comía casi siempre con algunas excepciones. Era difícil de aceptar, pero el periodista de carrera, escritor, inteligente, culto, mordaz, rebelde y crítico, se había convertido en un vagabundo, un pobre, un limosnero, un pedigüeño que no acertaba a atisbar el más mínimo cambio en el horizonte.

Precoz, comenzó a escribir con menos de dieciocho años. Antifranquista confeso, izquierdista utópico y algo radical, se divertía a finales de los años sesenta diciendo entre líneas lo que entonces no podía ser imprimido en un auténtico renglón. Poeta a ratos, escribió algunos poemas a algunas novietas –casi todas fugaces– con las que inició su devota afición por las féminas. En tiempo récord se licenció en Derecho sin el más mínimo entusiasmo, pero aprendió ciertas cosas y contentó a los suyos, que ya empezaban a preocuparse de sus –digamos- atipicidades. Programas de radio nocturno de música y dedicatorias, colaboraciones en un periódico –ya saben, el otro–, le permitieron obtener sus primeros ingresos. A poco fue plantilla de su periódico y un año después era el corresponsal en París de una importante agencia de noticias de ámbito nacional aquí en España. Tenía veinticinco años, vivía con una chica de su barrio de siempre, tenían una hija de meses que le tenía encantado, ganaba dinero y estaba muy bien considerado por sus compañeros, sus amigos y su empresa.

Dos años y cinco meses después, convertido ya en un periodista casi veterano, adaptado por completo a la vida en París y con una proyección profesional más que notable fue atropellado por un autobús del servicio municipal. Quedó muy malherido, perdió el bazo, la pared perineal y medio pulmón derecho. Al llegar al hospital una de sus piernas colgaba solo por la piel. Le operaron enseguida durante trece horas interminables y lo recompusieron casi por completo con un relativo éxito, pero salió en coma profundo del quirófano. Tardó mucho en despertar, diecisiete largos meses. Su mujer no estaba y alguien le sustituía ya como corresponsal. Cojo, una gran cojera para siempre, abandonó el centro sanitario apoyado en un bastón que hoy aún tiene y usa. Lleno de secuelas y achaques volvió a España y ya nunca más tuvo estabilidad laboral.

Acostumbrado a la morfina, que tanto tiempo fuera casi su alimento para poder resistir el dolor, acabó por vencerla y desterrarla. Y, casada su mujer con otro, habiendo perdido de vista a su hija, se puso en manos de la heroína, ya el dolor no era el impulso ni el motivo para drogarse. Trabajó en muchas cosas, asesoró a pequeños empresarios, escribió a ratos colaboraciones en publicaciones de tercera, lo empleó la policía como chivato, hizo de negro para escritores y periodistas que no lo eran… Parado de larga duración, abandonado por todos y sin domicilio fijo hizo de guarda en algunas obras en el extrarradio. Hasta tres veces recibió agresiones y palizas defendiendo los materiales de las obras que vigilaba.

Han pasado más de cuarenta años. Ha dejado por completo las drogas duras pero está notablemente alcoholizado. Come poco, aún las veces que puede hacerlo, pero nunca le apetece demasiado. Siempre menú ligero y algo de ginebra. Siempre dispuesto y con un increíble buen humor, se ríe de sí mismo. Cuando no consigue los diez euros –a lo peor dispone solo de cinco– para dormir en condiciones tiene que ir al albergue municipal, más incómodo y atestado de gente. Ello le desagrada mucho, pero con sorna a los que quieren oírle les dice eso de «… me voy rápido, que esta noche tengo un código cinco».