Quien haya hecho el esfuerzo de asomarse a la prensa durante estas últimas semanas sin ponerse las anteojeras ideológicas, habrá podido constatar que el vínculo más sagrado que une a nuestro sistema político con el sistema social es la corrupción. O lo que es igual, el uso del poder público para beneficiar a unos en detrimento de otros, sin el menor respeto a los procedimientos legales o el principio del mérito. Esto habrá sorprendido a algunos ingenuos, llevará a los cínicos a inventarse excusas para disculpar a sus conmilitones y confirmará a los escépticos en su hartazgo del mundo. Pero, en realidad, todo es muy sencillo. Digamos que la forma que ha adoptado nuestra sociedad, o sea, el modo en que está organizada pública y privadamente, es un reflejo exacto de lo que somos: de lo que hemos elegido ser.

¿Es corrupto el sistema político porque lo es la sociedad, o la sociedad es corrupta porque lo es el sistema político? Se trata de un asunto interesantísimo. Recordemos que la corrupción en el seno de la sociedad adopta muchas formas: desde el fraude fiscal al desempleo ficticio, pasando por el informe médico falso o la baja laboral fingida para disfrutar mejor el carnaval. Luego hay otro tipo de corrupción, menos punible, pero terriblemente dañina para el buen funcionamiento de la economía y para la confianza de los ciudadanos en las bondades del propio sistema: el enchufismo. Que no es sino una extensión del familismo amoral que nos caracteriza, consistente en dar todo a los nuestros, o a los conocidos de los nuestros, con independencia de las consecuencias que eso pueda tener para la productividad o la decencia, al terreno económico. Ya saben: no se contrata o se subvenciona al que lo merece, sino al que tiene los contactos adecuados. Y da igual que sea un incapaz, porque nadie va a pedirle cuentas, ya que no se trata nunca de hacer las cosas bien, sino de fingir que se van haciendo. De manera que nuestra falta de productividad es un derivado de la corrupción. ¡Tanto en el sector público como en el privado! A uno le gustaría pensar que es más grave que esto suceda en el público, porque el privado invierte su propio dinero, pero esto último, entre nosotros, no es verdad: lo que hay es un aguachirle público-privado.

Pero no hemos respondido a la pregunta de quién se corrompe primero. Claro que quizá no es la pregunta correcta. Al fin y al cabo, un sistema político está dirigido por representantes políticos y gestionado por funcionarios que provienen de esa misma sociedad: no caen en paracaidas provenientes de un reino de pureza. Arrastran la cultura y la historia de un lugar donde la ética pública apenas existe. Recuerdo que, en los años de la corrupción felipista, el ínclito Carlos Solchaga se preguntó una vez, para justificar aquellos escándalos, quién era honrado en España. Pero eso no vale. Es verdad que el ciudadano que tiene que ganarse la vida y sacar adelante una familia en un medio social corrupto no podrá evitar corromperse, en mayor o menor medida, él también. Son las reglas del juego; nadie puede soslayarlo del todo, ya sea para encontrar un empleo o conseguir que admitan a los hijos en el colegio adecuado. En realidad, si alguien tratase de vivir en España o Andalucía con observancia estricta de las normas, acabaría en el más absoluto ostracismo y sólo tendría enemigos.

Ahora bien, si eso es así, es porque el sistema político lo permite y aún lo fomenta. Dejemos a un lado la evidencia de que el dinero público sirve para tejer una red clientelar que garantiza la permanencia en el poder: eso ya lo sabemos. Más interesante es preguntarnos cómo se sale de aquí, si es que hay alguna salida. Y el problema es que, a falta de una opinión pública digna de tal nombre, sólo un cambio en las reglas del juego que venga desde arriba puede provocar algún cambio; porque manifestaciones ciudadanas contra la corrupción no vamos a presenciar. Todo lo cual, no hace falta decirlo, es desalentador: porque poco interés tendrá en cambiar un estado de cosas quien se beneficia directamente del mismo. A resignarse tocan.