Tradicionalmente, las cuestiones que han acaparado la atención prioritaria de los economistas han ido variando a impulsos de movimientos pendulares. Durante los años de euforia de la denominada «Gran Moderación», el protagonismo concedido a la eficiencia económica parecía eclipsar, en el ámbito de las naciones más desarrolladas, la perspectiva de la justicia y la distribución. La existencia de desigualdad se había convertido en un problema secundario en un sistema económico capaz de ofrecer innumerables oportunidades de generación de renta y empleo.

El aumento del bienestar de las clases medias se veía implícitamente como un argumento pragmático para no cuestionar, sobre todo después del retroceso en las urnas de los partidos comunistas, las descomunales diferencias respecto a las élites situadas en el extremo superior de la pirámide social ni la acumulación de inmensas fortunas, tanto de viejo como de nuevo cuño. Las meras apelaciones a la ética no eran, naturalmente, un instrumento operativo para atenuar las desigualdades en un sistema como el capitalista del que intrínsecamente forman parte, por lo que, consiguientemente, reclamaban la acción correctora del Estado.

Como consecuencia de las secuelas de la crisis económica internacional, que ha afectado de manera muy dispar a las familias en función de su posición socioeconómica, se están alzando voces, algunas de ellas muy acreditadas, que vienen a alertar acerca de los riesgos que conlleva el mantenimiento y, en algunos casos, la ampliación de las diferencias entre los ciudadanos normales y los pertenecientes a los estratos más privilegiados. Títulos como la «Gran Divergencia» o el «Gran Engaño» son etiquetas frecuentes en el debate actual.

Dicha corriente de opinión, de perfil heterogéneo, presenta algunas connotaciones y también algunas disimilitudes con las proclamas efectuadas, hace más de siglo y medio, en el «Manifiesto Comunista». Entonces Marx y Engels apelaban a la desesperada situación de los proletarios -que, en la revolución comunista, según ellos, no tenían, que perder sino sus cadenas- para transformar el orden social vigente; ahora, algunos analistas advierten de la necesidad de acabar con las desigualdades intolerables si no se quiere poner en peligro el sistema establecido. En palabras del Premio Nobel de Economía estadounidense Joseph E. Stiglitz, «es el sentido de un sistema injusto sin oportunidad el que ha originado las conflagraciones en Oriente Medio: el alza de los precios de los alimentos y el creciente y persistente desempleo juvenil simplemente sirvieron como mecha». Aun cuando haya diferencias, algo más que sutiles, entre la situación en los países aludidos y las democracias occidentales, se trata de una reflexión que no debería caer en saco roto.

Evaluar adecuadamente la desigualdad en un país es una tarea bastante compleja que requiere abordar, como mínimo, los siguientes aspectos:

1. Dimensión de las desigualdades: Existen diferentes indicadores y distintas agrupaciones de las personas mejor situadas (20%, 10%, 1%), sin que haya una definición universalmente aceptada de qué debe entenderse por una «persona rica». Hay también algunas cuestiones metodológicas que dilucidar, como el cómputo de personas o de familias, o la imputación de los beneficios de los programas de gasto público. En España, la parte de la renta total que va al 20% de la población mejor situado equivale a más de 5 veces la que corresponde al 20% peor situado. Por otro lado, el 1% más rico (de los hogares) posee un 13,2% de la riqueza total (un 40% en Estados Unidos). Un reciente estudio de Eurostat, que constata pocos cambios en la distribución en España entre 2003 y 2008, reconoce que «es frustrante lo poco que podemos saber de lo ocurrido desde 2007» en la Unión Europea.

2. Origen de las desigualdades: En una economía capitalista de mercado, la distribución de la renta y la riqueza va a depender de las dotaciones de recursos que posea cada persona, de su precio y de su uso. Cada uno de estos factores es fuente de diferencias, pero, indudablemente, el primero, la propiedad, es esencial.

3. Actuación correctora del Estado: El sector público puede atenuar las desigualdades resultantes del mercado por dos vías fundamentales: los impuestos y los gastos; los primeros, si se distribuyen progresivamente, acortan las diferencias relativas, pero no mejoran la posición absoluta de los pobres; su aportación es fundamental para la financiación de los programas de gasto público, la única vía para ayudar efectivamente a los más desfavorecidos.

4. Tamaño de la tarta: Especialmente en un escenario de globalización y de alta movilidad territorial de algunos recursos productivos (capital financiero, empresas, artistas, deportistas y profesionales de élite, entre otros), el tamaño de la tarta, de la renta disponible, no es independiente de la forma en la que se reparta, como tampoco de las dotaciones de infraestructuras y servicios públicos. Con los actuales esquemas sociales, tan importante es el tamaño como su distribución: carece de sentido un crecimiento que implique una concentración ilimitada de riqueza como pretender repartir igualitariamente cuando no hay frutos que repartir.

5. Recetas para la igualdad: Últimamente tienden a proliferar propuestas que abogan por poner coto a un sistema que ha mostrado sus debilidades a raíz de la crisis económica y financiera internacional. Aunque no se mencione expresamente, algunas de ellas están contenidas en el celebérrimo Manifiesto antes citado, tales como la expropiación de la propiedad de la tierra, un impuesto fuertemente progresivo, la abolición del derecho de herencia o la centralización del crédito poniéndolo en manos del Estado. Sobre el papel es bastante fácil enunciar cualquier batería de medidas para atajar las desigualdades sociales. Otra cosa son los logros reales.

Frente al capitalismo puro y al socialismo ortodoxo, el modelo europeo del Estado del bienestar ha logrado registros muy notables durante décadas. Los retos presentes y venideros obligan a algunos reajustes para asegurar un equilibrio estable entre los pilares de la eficiencia económica y la justicia social. El uno no puede sostenerse a largo plazo sin el otro. La experiencia histórica es pródiga en episodios, algunos bastante dramáticos, que recuerdan lo que puede acontecer cuando se abandona uno de los dos.