A cuatro vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se les ha ocurrido la brillante idea de que, en la futura Ley de Agilización Procesal, ahora retirada por el PSOE, se diera al juez instructor la potestad para decidir qué partes de un sumario tenían interés público y, por tanto, influir en lo que se puede o no contar a los ciudadanos a través de los medios, lesionando, de paso, una de las atribuciones que en su estatuto se otorga a los fiscales: los de ser portavoces del proceso penal ante la opinión pública.

Se contemplaban otras medidas, tales como la limitación del secreto de sumario y la supresión de diferentes recursos, pero la llamada ley mordaza ha supuesto un duro enfrentamiento entre la Fiscalía General del Estado y el Consejo, cuyos miembros se han dedicado a cocinar la norma tocando a varios grupos legislativos para llevar el ascua a su sardina.

En Málaga, dos fiscales muy representativos se preguntaban: «¿Quiénes son los jueces para decidir qué podemos decir a los medios?», al tiempo que uno de ellos aseguraba que esa ley, de salir adelante, atentaba contra los pilares del derecho a la información, de matriz, jamás lo olvidemos, constitucional. Ya es lo que faltaba.

Un magistrado se mostraba de acuerdo con el espíritu de esa ley –cuyo borrador desconozco pero intuyo–, y prefería extender el secreto del proceso hasta el escrito de acusación –íter procesal ubicado al final del trámite–. Detrás de todo esto subyace un viejo problema: un consejo politizado y alejado de la realidad social de los tiempos que trata de evitar filtraciones que inquieten a sus valedores políticos, aquejados de sonrojantes casos de corrupción.

Dar potestad a un instructor para que decida qué se puede publicar o qué no es un insulto a la libertad de prensa, un intento de dejar cojo al periodismo, que, hoy en día, no vive los mejores tiempos. Tal vez debieran los señores vocales dedicarse a pensar cómo mejorar la Justicia, en cómo agilizarla, de verdad, en rumiar cómo mejorar su imagen, en vez de colocar mordazas a diestro y siniestro para que sus padrinos no se retuerzan incómodos en sus sillones. Ya hay resortes para que no se lesione el honor de un acusado que luego es absuelto, lo que ocurre es que se aplican según quién y cómo. Siempre se mata al mensajero para disimular los males propios.