El binomio educación/distancia está muy arraigado en la esfera pedagógica. La creación de la Universidad a Distancia consagró la idea de que se puede estudiar de forma no presencial. Los nuevos procesos de enseñanza aprendizaje on line han potenciado la posibilidad de aprender sin el contacto directo del alumno con quien enseña.

Los padres y las madres tienen la inexcusable tarea de educar a los hijos y a las hijas. Ese proceso educativo no puede desarrollarse a distancia. Para educar hay que estar, hay que relacionarse. Para educar hay que amar. Le oí decir hace poco a Carlos Díaz en México que habría que sustituir el cartesiano «pienso, luego existo» por el más certero «soy querido, luego existo». Para educar hay que relacionarse de forma persistente y amorosa.

La coyuntura actual plantea a las familias algunas trampas que pueden resultar difíciles de superar. Una de ellas es la escasa presencia de los adultos en la vida de los niños y de las niñas, bajo la presión de las exigencias laborales. La necesaria incorporación de la mujer al mundo del trabajo, dificulta la presencia de la madre en el hogar. Dadas las dificultades que tiene la economía, los horarios de trabajo suelen ser desbordantes.

Otros factores incrementan el riesgo de la ausencia. Por una parte, la elevada cantidad de tiempo que pasan los niños y las niñas en las escuelas. La escolarización obligatoria exige que los alumnos y alumnas pasen muchas horas diarias en el colegio. Cuando termina el horario escolar, se suele dedicar un tiempo añadido a realizar tareas extraescolares. Las familias han declinado en la escuela el deber de la educación de los hijos e hijas. Cuando la familia paga en la enseñanza privada, todavía se hace más explícita la delegación de funciones pedagógicas.

Existen otras circunstancias que complican la relación extensa e intensa con los hijos e hijas. La proliferación de televisores, ordenadores, ipads, ibooks..., aislan a niños y jóvenes y los convierten en modernos ermitaños. La canalización de las relaciones a través de las redes sociales favorece un contacto virtual con personalidades que no se sabe a ciencia cierta si son reales lo fingidas.

Son frecuentes las comidas en las que todos miran al televisor, absorbidos por las noticias, las series, los partidos de fútbol o los programas del corazón. Los medios de incomunicación (más que de comunicación) imponen un régimen de relación en el que se superponen las individualidades. Yo veo, tú ves, él ve. Pedro no vemos.

Los viajes son otro obstáculo. La movilidad que cada día es más intensa crea barreras espaciales y temporales cada vez más largas y poderosas. A veces, los padres y madres desean rememorar etapas de soltería sin el condicionante de los hijos/as. Para eso están los abuelos.

- Os vamos a dejar a los niños porque queremos hacer un viaje solos.

Hay hoteles que no admiten niños. ¿Cómo entienden sus dueños la relación familiar? Los niños estorban, incomodan, molestan. Los niños tienen que estar en otra parte, aislados. No solo molestan los hijos ajenos, también molestan los propios.

¿Qué comparten padres e hijos salvo el mismo techo de la vivienda? ¿De qué espacios y tiempos disponen para dialogar? ¿Qué actividades comparten? Para poder relacionarse hace falta voluntad, claro esta. Pero también hacen falta estructuras que permitan hacerlo. Querer relacionarse es una cosa. Poder hacerlo es otra.

He leído recientemente una interesante novela titulada «Los ojos amarillos de los cocodrilos». Su autora es Katherine Pancol, escritora nacida en Casablanca y afincada en París. Uno de los personajes centrales de la novela, la entrañable Joséphine, le dice a su cuñado, un importante hombre de negocios: «La gente se cree que lo importante es la calidad del tiempo que pasan con sus hijos, pero también es importante la cantidad, porque un niño no habla bajo pedido. A veces podemos pasar todo el día con él y es por la noche, en el coche, cuando vuelves a casa que, de golpe, se decide a revelar su secreto, una confidencia, una angustia».

Muchos niños les podrían decir a sus padres, permanentemente ocupados:

- ¡Nunca es un buen momento para hablarte!

Resulta paradójico que los padres dediquen todo ese tiempo al trabajo, a las ocupaciones, a las demandas externas por el bien de sus hijos e hijas. Cuántas veces he visto que los denodados esfuerzos por ofrecerles una residencia de verano acaban en una hermosa vivienda a la que los hijos no quieren ir porque la familia les importa ya muy poco. Es una trampa terrible. Les quitamos el tiempo para darles otras cosas. Pero lo que necesitan es la presencia.

No siempre la causa de la soledad de los niños es una equivocación sacrificada de los padres A veces es el fruto de una comodidad inaceptable. Resulta más agradable dedicarse a leer algo que aguantar la presión incesante del niño que quiere que le escuches, que le mires, que juegues con él, que le prestes atención. Un niño puede ser extenuante. Qué decir de varios.

Presencia es cercanía, no sobreprotección. Presencia es disponibilidad no coacción. Presencia es amor, no dominio. Los niños tienen que construir su autonomía, pero la tienen que ir desarrollando desde la confianza en aquellos a quienes tienen al lado.

Puede haber instrucción a distancia, pero no educación a distancia. Porque la educación exige comunicación, afecto y manifestación física del amor. Hay que estar con los niños y las niñas. Hay que compartir con ellos el tiempo, las actividades y las preocupaciones. Los interminables silencios acaban convirtiéndose en una barrera infranqueable para recuperar luego la palabra.