El anticlericalismo tiene una larga tradición en España. En gran parte ganada a pulso por una Iglesia que, en determinados momentos, no supo encontrar su sitio en la sociedad y defender su mensaje. Sin embargo, pese a que es una corriente propia del siglo XIX, de sociedades donde no se habían creado los cauces adecuados para el respeto y la participación, sigue anidando con fuerza en una minoría que, argumentando la tolerancia y la libertad, no asumen que la Iglesia Católica pueda expresarse libremente. Molesta todo lo que tiene que ver con la religión.

A veces hasta unos niveles contradictorios. Si los obispos dan su opinión sobre un tema de actualidad, saltan acusándolos de hacer política. Si se callan, de connivencia con no sé qué fuerzas ocultas. Se gritan lemas contra el Papa y se le insulta, para luego acusarle de despreciar a los que no piensan como él. Se le acusa de ser fundamentalista y se hace con un discurso tan excluyente y agresivo que da que pensar.

La celebración de la JMJ ha puesto de manifiesto muchas de estas contradicciones. Ya no es un problema de tener fe o no. Es cuestión de respeto democrático a un grupo, no precisamente pequeño, de personas que organizan un evento que ha traído a España miles de personas de todo el mundo. Pero no gusta. Si fuera unas olimpiadas, el mundial de fútbol, un congreso de intérpretes de flautas traveseras o la celebración del Día Mundial de los Jóvenes Castores posiblemente no habría motivo para queja. Nadie se plantearía cuánto cuesta, si hay cortes de tráfico o para qué han venido.

La opción es clara. Se puede participar o no. Se puede estar de acuerdo o no. Se puede apoyar o no. Como en cualquier otro evento que a alguien se le pueda ocurrir. Pero, ¿por qué tanta animosidad? ¿Dónde está la verdadera tolerancia, que no necesita recurrir a llamar «ignorantes» a los que estaban en Madrid participando pacificamente de estas jornadas? Disentir es sano.

El debate abierto y comedido nos ayuda a crecer y conocernos mejor. Pero eso necesita de ejemplo, de saber escuchar a la otra persona e intentar entenderlo, aunque no se compartan las ideas. Si alguien se erige en defensor de la tolerancia, lo menos que puede hacer es ser tolerante. El problema es el recurso a los tópicos, que son la primera fachada de la intolerancia.