Las elegías por el fallecimiento de Steve Jobs decayeron repentinamente en intensidad, a raíz de la publicación de la biografía autorizada del moderno Da Vinci, escrita por Walter Isaacson. La confesión de que el ácido lisérgico o LSD había jugado un papel más que transitorio en la revolución tecnológica alarmó a exégetas y usuarios. El mago adquiría una vertiente reprobable.

Antes de centrarse en el cofundador de Apple, su biógrafo había diseccionado a Kissinger –el moderno Metternich– y Einstein. Dado que Jobs seleccionó a su retratista, queda claro a qué estirpe de personajes históricos se adscribía. Sin embargo, ni el diplomático que envió a Nixon a China ni el descubridor de la Relatividad recurrieron a psicotrópicos para culminar sus tareas. Que se sepa.

Forjado en la escudería del semanario Time, el biógrafo de Jobs no pretende la versión definitiva de sus personajes, sino una aproximación clara y al alcance de las masas. Con el LSD de por medio, Occidente se enfrenta a la misma sensación de incomodidad que obliga a disimular las circunstancias químicas en las que John Lennon compuso sus obras maestras.

Jobs es el antiGutenberg, y su conexión con el LSD ha suscitado extrañas visiones entre los fanáticos de sus productos. Olfatean cuidadosamente el iPhone, por si en su fabricación hubieran intervenido sustancias alucinógenas. Los padres responsables se lo pensarán dos veces, antes de conectar a sus hijos a la saga de Toy story. A saber qué extraños mensajes contienen los diálogos en apariencia inofensivos.

Supongamos por un momento que las experiencias lisérgicas de Jobs fueran inherentes a las aplicaciones que caracterizan a sus inventos, y que garantizan la infantilización del planeta. Habría contribuido de este modo al triunfo diferido de la revolución hippy, infiltrando sus principios disolventes en los templos de la economía convencional.

Steve Jobs al ácido demuestra que sólo un comportamiento al margen de la norma asegura unos resultados por encima de lo normal. Quienes colocan el LSD debajo de la alfombra, deberían recordar que también Cary Grant probó esta sustancia, y la consideró fundamental para mejorar su labor interpretativa. Sin embargo, habría que advertir sobre los riesgos de la imitación. El iLSD no obliga al contagio. Como le dice Ryan Gosling a Steve Carrell en Crazy, stupid, love.

«Si no eres Steve Jobs, no tienes derecho a llevar zapatillas deportivas». El genio no tiene reglas, el ser humano vulgar las necesita. O eso creía Hegel.